sábado, 2 de febrero de 2019

- EN LA SALA DE TERMINALES -




Les veo. Ahí andan en el interior de las habitaciones. Y en el exterior igualmente. Y, te ganan. Y acaban siendo entrañables y te ponen a prueba. Se te van las timideces y te viene el espíritu y la sensatez. Alfredo, te sorprende. Le ves vital y activo, y un día alguien te chiva que es terminal. Y como lo has visto haciendo dibujos y más dibujos los cuales luego regala a quienes más nos familiariza, cuando te dicen que el simpaticote Alfredo ya nos ha dejado, te entra una triste sorpresa. Porque la muerte siempre es y será una sorpresa.
Y entonces te tientas la piel, te la pellizcas, te la valoras, y concluyes que si tienes vida eres un suertudo apasionado. Porque en la sala del hospital de los terminales no hay glamour ni cuentos chinos, aunque todo pueda sonar a dulzura. En esa sala hay luchas por no morir, porque no es posible que haya llegado ya y severamente la Guadaña y no se puede hacer nada más que tener malditamente que esperar el efecto anterior al último suspiro.
Yo le digo a Juan que es un jabato. Delgado cual famélico, joven con pinta de pitagorín con gafas. Pero Juan también tiene cara de triste, educado, agradecido y desangelado. Cuando Juan me ve, al principio no quiere tímidamente mirarme porque quizás en ese momento esté pensando en cosas gordas y potentes, y va y paso yo y se ve obligado cortesmente a corresponder a mi saludo jovial y lleno de vitalidad y buena intención. Es la impresión que me da este muchacho bajito. Que quiere vivir pero que no puede. Que estar sentado en la silla de ruedas a un lado en el pasillo de terminales constituye para él una humillación. Juan no solo quiere moverse e irse de ahí camino de la vida real y auténtica, sino que está jodido y deprimido. Nunca dice nada ni se queja. Veo que apenas le visitan, que hay un orgullo en él de que se apañen, y que el agradecimiento parece ligado íntimamente a su mansa y exquisita educación. Sé, que si me entretengo con Juan, acabaré por darle por saco. Se impone mi silencio y dejarle en paz.
Ana, grita. Grita y todavía es joven. Pero siente mucho dolor. Tampoco recibe las visitas que debería, porque la muerte es un tabú olvidadizo y desasosegante. La muerte no es un valor activo en economía. Y a veces me cuelo en su habitación y me protesta, y yo le digo que no se preocupe que estamos todos ahí cerca. Al cabo de algún minuto, me mira fijamente, me da las gracias, y me pregunta por las enfermeras. Yo, la insisto a Ana que no se ponga nerviosa. Y Ana lo acaba reconociendo, me da las gracias, y me sigue pidiendo cosas con poca lógica para que no me vaya de su habitación.
Antonio es el rey del pasillo. Y en cuanto me ve, me dice que les diga a las enfermeras que le suban a la cama porque está hasta las pelotas de cansado y dolorido. No quieren que se haga llagas y por eso le levantan. Pero Antonio es astuto y un gran rebelde. Tiene pinta de haber hecho casi siempre en su vida lo que le dio la gana. Se nota cuando le llega un familiar, al que ordena y manda. A veces trata de escapar del pasillo, y como no puede, te sugiere que lo lleves con la silla de ruedas unos metros más hacia adelante. O hacia atrás. Cuidado. Domina bien las situaciones y el personal médico lo sabe. Antonio me aguanta su cruel estatismo, y cuando los sábados llega mi compañera de voluntariado Mati, entonces el hombre recuerda su juego del dominó y se entretiene y trata de pensar en esos suyos que ya nunca estarán dado que él cada vez está menos y se impone la vida. ¡Y la puta soledad! ...
Eugenia echa de menos al finado recientemente Alfredo. Terminales ambos, pero el varón era corpulento y la llevaba para aquí y para allá con la silla de ruedas. El coche del mundo de los terminales. Ahora Eugenia está rara y en duelo. Echa de menos a un compañero que ya se fue. No se puede hacer a la idea, salvo cuando piensa en ella misma y en los malditos infiernos que son su vida.
En el medio del pasillo, en un sitio más amplio, hay tres señoras muy mayores y desahuciadas que no tienen ni fuerzas para quejarse, pero que desde su silencio se hacen compañía. También el silencio es humana compañía aunque suene a silencio hueco e incompleto. A, filfa. Y cuando salgo de esa terrible y humana atmósfera, entonces me da igual que llueva o que haga viento. Y las mujeres tienen las piernas más largas y los ojos más que vivarachos.
-LA CARA A -

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