Ahora, odio al agua. A un agua brutal que me superó. Aquello no fue un agua normal. Fue un tremendo mazazo de muerte. Se me vino encima aquella avalancha, pero yo era una inofensiva menoridad. Una vulnerabilidad con piernas. Un ser optimista, confiado, idealista en mi consistencia, como vencedor de todos los peligros, seguro, fuerte y absurdo. Muy absurdo.
Aquel agua era criminal. Un agua enloquecida, tirana, fascista, autoritaria, imparable, ventajera, ruín, sin piedad, cabalgando como una fiera fría en busca de su desembocar en el mar.
Pero nunca se me olvidará el manotazo que le arreé a aquel extraño tsunami que me atacó. Y yo, me defendí. Me cagué en el torrente y me acordé de toda la familia física que lo genera. Me olvidé de toda sed, de todo baño plácido en La Malvarrosa o en cualquier río veraniego. Como el de Montanejos.
Beberé agua porque no tengo más remedio, y porque la que veo me recuerda a la muerte. El agua del barranco era puro terrorismo y traición. Me lanzó por los aires. Aliada con el viento, acabé medio ahogado encima de un coche de techo resbaladizo. Estaba helado. Los coches eran anécdotas preocupantes de gran tamaño, que bailaban al son del juego del agua brava, loca y excesiva.
Volví a caer al agua tras mi breve estancia en la baca del turismo. Y el agua volvió a reírse de mí y en mis narices. Y de nuevo y sin saber bien el porqué, volví a soltarle un tremendo manotazo al agua que todo lo dominaba a su paso infernal. Le di tal manotazo, que creo que no tengo rota la muñeca de milagro.
El hecho es que me consagré íntimamente como un guerrero del contraataque. O, de la rabieta. Antes de que ese agua gigantesca y asquerosa acabara definitivamente conmigo, le había vuelto a soltar al monstruo acuoso mi rebeldía de supervivencia. Aunque fueran de nuevo unos segundos.
Ni creí morir, ni nada. No recordé que era profesor de matemáticas en un Instituto, ni que tenía familia, ni que era de izquierdas; ni me paré a pensar absolutamente nada.
Solo era un juguete bobo del agua violadora. La puta corriente me lanzaba hacia la maleza, hacia delante sin preguntar nada, y el sosiego se había detenido en la nada. Lo mejor es que ni siquiera podía detenerme a pensar que iba a morir en cualquier momento. ¡Nada! ...
Todo era inercia. Estaba seguramente, desnudo. No lo puedo asegurar. En esos momentos nadie puede asegurar nada. Solo puedo relatar hechos. Fui dando tumbos fluviales, hasta que quedé atrapado en una rinconada en la que la vegetación hizo de débil muro. Había tragado agua pero aún no había llegado a mis pulmones. Estaba vivo aún. Pero en aquellos momentos nadie puede tener la certeza de la mínima seguridad.
Respiraba. Y al sentir que podía notar hechos, volví a dar un alocado manotazo al agua, como si fuese un nuevo corte de mangas a la fatalidad. ¡Me cago en ese agua enemiga y definitivamente matadora! ...
Alguien, me vio. No sé cómo no morimos todos. Me lanzaron cuerdas, me tiraron ánimo, pero yo solo tenía la rabia de seguir dándole tremendos manotazos al agua brutal.
No me salvé yo. Me salvaron otros que no odiaban tanto al agua y al barro, ni a la maleza, ni a los coches, ni a los cadáveres que pasaban, ni a los infortunios descomunales.
Sí. Me salvó gente fría, serena, maravillosa, extraña para mí, insospechada, voluntaria, valiente, humana y llena de amor y agallas. He sobrevivido aunque sigo en shock y no deseo que nadie me pregunte nada. Sé que conseguiré cosas e iré recordando mis posibles buenas noticias de la realidad. Pero ahora, en cuanto veo agua, la golpeo con fuerza con la mano y la aparto.
¡¡MALDITA AGUA!!