viernes, 12 de septiembre de 2014

- CENIZAS -



Vi cenizas en Septiembre. Y me extrañó mucho. Todo me extrañó mucho. Oía colosales ruídos y me sentía atrapado dentro de una broma cruel. Me dolía tanto todo mi cuerpo que mi mente estaba ralentizada y hasta secuestrada. Todo era una nada insoportable e indigna para el existir.
Cenizas, cascotes y sangre. Seguramente, heridos. Y muchísimos muertos. Un enorme desconcierto inicial que nunca pasaba en mi Nueva York. Hasta que atisbé a pensar levemente en qué estaría pasando en mi ciudad de los sueños y si estaríamos siendo neutralizados por las fuerzas del mal.
Más ruídos. Más cenizas. Olor a humo letal. Avenidas de cascotes. Ya no había cielo sino niebla. Bomberos atrapados en una descomunal fauce de impotencia. Aquel 11 de Septiembre decidió mi vida y mi visión de las cosas pudo variar.
Empecé finalmente a sentir terror. Alguien me dijo que mantuviera la calma y que me sacarían de aquel infierno. Y fue precisamente en aquel momento cuando pude apartarme de mí y pensar en los míos. En mi familia. ¿Dónde coño estarían? ...
Lo peor es la impotencia. Cuando no puedes hacer nada. Cuando te ves perdido y sin apenas posibilidades. Cuando la cabeza te dice una cosa pero el cuerpo la niega. Cuando lloras, y sufres, y te desgarras, y no hay consuelo, ni futuro, ni absolutamente nada que sepa a dulce o a miel ...
Horas más tarde lograron llevarme al hospital. Entré en pánico. Quería saber qué había sido de los míos pero no iban las comunicaciones. No me daban la información que yo más precisaba. Seguía llorando desconsoladamente, hasta que noté un pinchazo. Me calmaron y me curaron. Y antes de darme el alta, pude ver a los míos. Estaban afortunadamente, bien. Y todos me aconsejaban que no viera demasiado la televisión ni escuchara las noticias, hasta más adelante ...
¿Más adelante? ¡No! Lo primero que hice fue poner todo lo mediático a mi disposición. Y vi los aviones asesinos y cómo caían las Torres Gemelas, y toda la enorme salvajada. Aquella gente lanzándose por las ventanas ...
Precisé atención psicológica. Mi matrimonio se fue al garete. Nos reprochábamos las cosas contínuamente y aquello no debía ser aguantado por nuestra nena Silvie. Lo dejamos y con acierto.
Algún año después pensé que nada estaba tan claro como podía haber imaginado. Noté en  mí un odio atroz. Un odio general. Odiaba a todo lo que se movía. Me odiaba a mí mismo y a todas mis decisiones del pasado. Del atrás. Lo había hecho imperfecto. Mal. No había podido pensar.
Odio y odio. Esa era la palabra. Odio. Hasta que vinieron unos ángeles oportunos que me hablaron del maniqueísmo. Los árabes no eran tan cabrones como yo pensaba. Todo se trataba de equilibrios, de consensos y de balances. De diplomacias y de pacificaciones.
El odio que nos tenía Bin Ladden podía haber sido mitigado si hubiéramos hecho las cosas con más tacto y diplomacia. El saudí había sido colega de negocios de nosotros los americanos. Y, decepcionado nuevamente, asistí a un nuevo dolor. Nuestra venganza era el odio. Nuestro dolor era el ataque. Es el ataque. Seguimos pensando en la idea de que nosotros somos los buenos y los justos, y ellos los enemigos siempre endemoniados.
Y en ese momento vuelvo a ver cenizas, y desgarros, y nuevas impotencias, y la sensación de que las cosas no van bien.
-SIGUEN SIN IR BIEN-

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