viernes, 11 de julio de 2014

- MI NUEVA ESTACIÓN DE AUTOBUSES -



Tenía ganas de hacerlo. De efectuar la necesaria comprobación. Y sin pensármelo dos veces, me he llegado a la estación de los autobuses de mi ciudad. Y en mi tiempo de ahora y de realidad, mis sensaciones son bien diferentes a las que lo fueron en otros momentos y pretéritos de mi vida. De lo cual, me he alegrado más que profundamente.
Una estación, es en el fondo un lugar triste, rutinario, fugaz y hasta anodino. La gente va y viene. Sube a los autobuses, y estos parten camino de sus destinos ahora preferentemente vacacionales y de reencuentro. La estación la percibo en este momento como un lugar casi frío y funcional, con lógica y sin grandes sorpresas. Una estación no es siquiera una duda sino una decisión. Un punto que te llevará a una ilusión concreta, a otra parte que tú deseas o a la que tienes que ir, y luego volver, y estar nuevamente ahí rápida y fugazmente para regresar con naturalidad y convicción a tu lugar. Ubicado. Bien.
Antes la estación no era para mí sino un triste recuerdo de vana fantasía. Un lugar imaginado, que solo me ponía envidias en los pensamientos. La estación no era la salida de la vida o la itinerancia con sentido, sino una manera de matarme unas horas de la tarde que olían a desilusión, a límites y hasta a envidia.
Porque mientras yo estaba por allí aburrido y temeroso, la vida me soltaba unos sopapos que no podía encajar bien. La estación era un modo de sufrir, de ver por unos minutos a unas señoras atractivas y espectaculares, maletas camino de un rumbo decidido, mirar el aliciente de los otros, lamentar mi mal destino, y las tremendas ganas de que mi vida pudiese cambiar de una puta vez. Ganas frustradas e impotentes.
No eran los autobuses el medio, o la fantasía la concreción de sueño alguno. No. El único vehículo que no se movía, era yo. Solo soñaba con cosas pesimistas e imposibles, con ojos de guiri hermosa inalcanzable, y con muchas ganas casi infantiles de que me pasaran muchas cosas. Yo iba a llorar a la estación. A lamentarme por adentro; a que mi dolor redimiera mi sensación de falta de combustible personal. Sin saber, que la literatura en estación es cuando puedes y estás en disposición de aceptar y hasta gozar todos los silencios y todos los movimientos. Sin entender del todo que yo también tenía derecho a ser un pasajero lógico y hasta apasionado y alegre entre toda la vorágine de maletas y trajines.
Sí. Hoy ha sido otra cosa. Todo  más bellamente frío y explicable. No he sentido la necesidad de quedarme ahí parado viendo cómo los demás vivían. No tenía ya sentido ser el espectador de las vidas activas de los demás. Adiós a la magia errada y paralizante, y a la nostalgia de un pensar que nunca merecí.
Hoy he visto que la gente iba y venía por la gran estación, y que los conductores hacían su labor, y que los autobuses parecían previsibles y detenidos como en un gran garaje o box de realidad. Y las chicas que te informaban o te vendían los billetes, eran chicas de labor y trabajo, y de sueños y universos personales que casi nunca pueden hallarse en su lugar de rutina y esfuerzo.
Hoy ya lo he podido ver todo mejor. Hoy todo o casi, era y entraba dentro de un guión necesario y auténtico. Hoy no había extraños sueños e impotentes expectativas. Hoy me gusta el autobús que nunca se detiene y que no sabes si viene o se va, quiénes suben y quiénes bajan, la realidad de sus itinerarios personales, y de su necesidad de vivir y de llenar dicha vida.
Me he sentido a punto de coger los autobuses, y de pagar los billetes, y de abrirme puertas y mundos, e ilusiones, y ramas nuevas de realidad e ilusión, y que una estación es mi oportunidad y mi obligación, y que está para utilizarla e irme, y volver, y no parar, y nunca jamás seguir parando.
-HE CRECIDO-

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