jueves, 3 de julio de 2014

- ALBERTO, PRÓDIGO -



Es bajito y vulnerable, frágil y de buen corazón. Me releva en los cuidados de mi madre cuando yo por la tarde estoy ya para el arrastre. Es, Alberto. El hombre que recogió una caritativa y fallecida ya, abuela de mi barriada y le animó a levantarse del suelo y a no dejarse llevar por la inercia de los derrotados.
Sí. Alberto. Que es de Madrid. Pero que no le gusta ir a Madrid porque allí mora la infancia y los padres que ya no están y que casi nunca pudo tener. Mi Valencia le dió oportunidades y caridades, amor y simpatía. Delgado, solitario y socarrón. Mata de pelo eterna y completa. Sesenta años. Genes.
Se lleva a besos con mi madre y con los ancianos en general. Está jodido por muchos sitios empezando por ese alcohol que le sacó de la realidad y que le selló las consecuencias patológicas derivadas para siempre. No tiene bazo. Se lo extirparon cuando un loco salvaje le dió con un palo mientras Alberto nocturneaba por la Plaza entrañable de San Miguel y San Sebastián. Tentó demasiado a la suerte y jugueteó con ella. Fue vendedor de zapatos, rompió con la novia y pasó a seguir siendo niño eterno. Estuvo en un circo de Murcia, es pintor y bueno de brocha gorda, y un día y mientras cuidaba a mi madre senil empezó a verle las orejas al lobo. Pensó que palmaba.
Se fue al hospital, blanco como la clara de un huevo. Los hospitales no los soporta. Dice que quiere morir muy lejos del olor a complejo masificado sanitario. Quiere reunirse con su madre que está allí arriba, afirma, y que todo lo demás se la trae al pairo. Es todo menor para él. No importa más.
El otro día al bueno de Alberto se le fue la pinza. Nos cogió dinero de una cartilla de ahorros, tomó un autobús y se fue para Madrid. No nos dijo nada. Y estuvimos dos días enteros llamándole infructuosamente a su teléfono. Se estaba portando demasiado mal, pero no lo sabía. Lo único que tenía era pelo, y que le queda una casa heredada a compartir tres hermanos él incluído. Lo que le ha quedado de un padastro que pasó de él y que se fue al otro barrio hará unos dos meses.
La llamada de la selva de su Madrid natal y de su pasado inevitable le llevaron a pasarse de rosca dejando a mi madre esperándole. ¡Oh, Madrid! ...
Alberto, pródigo, me ha llamado al teléfono por fin esta mañana. Me ha dicho que se sentía peor que una mierda, avergonzado, y que se había ido a donde están los Juzgados de Valencia por si mi hermano o yo le habíamos denunciado por sustracción, y yo le he dicho que nada de éso.
Alberto se cagaba de vergüenza y encima. Mañana vendrá a casa a pedirnos perdón y dice que no quiere ni levantar la cabeza, y que acatará la más severa de nuestras decisiones.
Alberto lo está pasando mal. No tiene ni una paga del Estado. Nada de algo. Se siente una hez con pocas esperanzas, y a veces se da cuenta de que ser responsable y maduro le implica un sobreesfuerzo que le parte y le supera.
Es buen tipo. Todos o casi todos los que le conocemos sabemos que su corazón es grande y generoso. Y que es alguien que va haciéndose a sí mismo pero que tendrá que asumir que a veces vuelve atrás y se distrae demasiado que luego lo paga al no repasarse las lecciones del débil sentido que tiene de su propia vida.
Le vamos a readmitir. Es lo mejor que podemos hacernos y hacerle. Sé que un no le puede tirar a los infiernos y acabar antes de que el verano termine, seco como un pajarito final. Le miraré agradeciendo siempre su ayuda y buena disposición habituales.
¿Mi madre? Mi madre es exigente. Y mi madre solo le perdonará del todo cuando pase el tiempo y deje de mirarle con autoprotectora desconfianza. Ese es mi temor. Que los ojos de mi vieja mamá le desmoralicen y le tiren a la idea de que no vale para nada más que para cometer errores.
El tiempo todo lo dirá. Ahora estará Alberto una temporada bajo y decaído. La ha fastidiado y bien. Lo que pasa es que es quebradizo y a proteger. Y yo sé muy bien lo que puede ser éso.
-TOTALMENTE-

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