Entre los personajes clásicos de mi barriada, decido hoy hablar de un hombre singular y entrañable, que tenía un negocio de mantas con su hermano en la calle de Guillem de Castro. Le habían dado el curioso y pomposo nombre a su negocio de "El Palacio de las Mantas".
Camino del Mercado Central de mi Valencia, yo me encontraba todos los días al señor Pepe fumándose un puro en el exterior de su establecimiento. Haciendo tiempo, para que el olor a tabaco no invadiera su lugar de labor. Y yo aprovechaba para hablar bastante con este hombre moreno, bajito, de hablar quedo, de fina ironía valenciana, en nuestra lengua, y de todo aquello que la actualidad o nuestra voluntad, decidían.
El señor Pepe era bien valenciano. No lo podía negar. Su sentido del humor era aparentemente fino, pero tenía el ruído y la potencia de una traca. Recuerdo que era tremendamente antirreligioso. Y de política, más que de izquierdas era crítico y absolutamente desencantado. Como buen tendero, miraba y se fijaba en el dinero. En el dinero que cobraban los poderosos, y seguramente en el fondo a él también le hubiera gustado andar en la abundancia. Lo doy por seguro.
Mas de momento, en el día a día, el señor Pepe se fumaba sus puros irredentos y disfrutaba así de sus pequeños placeres cotidianos. Era listo y muy práctico. La palabra la utilizaba para descansar. A su manera, disfrutaba y vivía cuanto estaba a su alcance. Y cuando te cogía cercanía y aprecio, te podías reír mucho con él y pasar momentos entretenidos. Siempre se lo agradeceré. Esa barriada mía que ya no existe, entonces sí era y de la forma de ser del señor Pepe. Cuando le evoco, evoco la vida.
No tragaba a los curas. Y nunca perdía los nervios hablando de las personas que no eran de su agrado. Mantenía una contención personal y una amable y prudente distancia. Era fino y normal.
Defenestraba a los sacerdotes, de los que afirmaba que no trabajaban nunca, que se limitaban a hacer las misas, y a cobrar todos los meses. Y que luego cobraban la jubilación, y a vivir del cuento ...
Tenía una especial teoría acerca de los bienes vaticanos. De, la Curia. Del Papa y de las posesiones de la Iglesia. Decía que todo el dinero y elementos de valor que tenían en Roma, no quedaba ahí. Que él conocía a gente a la que a su vez le habían contado que guardaban un secreto más. Casi, increíble. Que, en África, en un país que nunca se puede saber ni se sabrá, había escondido otro Vaticano, en el cual habían aún más cosas de oro y valor que en el romano. Que todo era por si alguien se levantaba y le daba por invadirles y expropiarles todo lo conocido. Su plan B.
El señor Pepe me miraba entre convencido y pillo, y me decía que sí. Que lo que me contaba no pertenecía a ninguna fantasía ni nada. Y mientras me hablaba, me miraba distraídamente, y en ese momento sé que me observaba para conocerme mejor. Es como si a través de sus cuentos quisiera hacer apertura y cariño. Abrirse.
La verdad es que no sabía si reírme a carcajadas o ponerle objeciones a sus contares. Me desconcertaba. Así que prefería callar y escucharle. Merecía ser escuchado. Yo tenía la impresión de que el señor Pepe no había tenido muchas ocasiones en su vida para decir lo que le daba la gana. El franquismo había estado ahí, y eso le había marcado sin duda. Y todo su contexto.
Hacía mil años que no le veía. Su negocio había bajado la persiana. Pensé que se habría jubilado, pero el otro día vi a su callado hermano y me dijo que hacía tres años que se lo había llevado el cruel cáncer. Me sentí realmente tocado. Pero seguramente, el señor Pepe allá en donde esté, se estaría riendo de su mala suerte y con toda la calma.
-GENIO Y AUSENCIA, SEÑOR PEPE-
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