Dice llamarse Ramón. Le conocí en una comida de amigos y conocidos heterogéneos. Amable, educado, modesto y más que precavido. Yo, con mi estilo quasi periodístico, y enarbolando la bandera de mi supina ignorancia acerca de los grandes eventos de las direcciones de orquesta, teatros operísticos, etcétera, escuché encantado lo que Ramón tímidamente me refería.
Sí. Ramón es una celebridad musical. Dice estar jubilado y que le acaban de llamar de una orquesta muy importante de Cataluña, para que la dirija.
El director me habló de la experiencia y de la responsabilidad. De que debajo del suelo hay en algunas ciudades unas estrategias para hacer los ensayos, los atrezzos, las coreografías o puestas en escena, los camerinos, y todo ese mundo tan personal que solo puede conocer la gente excelsa de la música.
Ramón apenas me puso nombres a los protagonistas de su narrar. La música es para él durísima y a la vez una pasión irrefrenable. El exceso no se podrá llamar así, y ni siquiera apasionamiento. La buena música se trabaja como lo hace un minero; se estudia, se entrena, se renueva, se adapta uno a los cantantes de ópera o a los grandes instrumentistas de las orquestas que también son profesores, se pacta con todos las formas de hacer la música que se hará en los conciertos, y confiesa que es necesario y maravilloso hacer las cosas bien para que de esta manera se pueda estar a la altura de la expectación previa que se aguarda en el espectador que llenará las selectas salas.
¿Quién diría al ver a Ramón, que se trata de una eminencia? Su pose es humilde, lleva un by-pass para el corazón porque la dureza de la perfección castiga, aprovecha el tiempo suave para usar unos pantalones cortos y una ropa informal, su expresión es dulce, sabe muchísimo de música, afirma que aunque ya no estén los Carreras, Domingo, o Von Karajan, sigue hoy habiendo músicos, directores, y cantantes de ópera extraordinarios. Que la voz solo mejora si hay calidad inicial y que de lo contrario, hay que aceptar las cosas y dejar la élite y la pretensión, y me da algunas nociones de pentagramas para mí complejísimas pero que para él son menoridad.
Ramón cree en la excelencia natural. No cree en los milagros estoicos de entrenar y seguir ensayando por si sale el genio de la lámpara. Cuando yo le digo que me gusta cantar y que no sé si soy tenor, bajo, barítono o cerocerista, me dice que escuchándome hablar simplemente, puede deducir a que tono de voz pertenezco. Pero no me lo dice porque no quiere que yo saque muchas conclusiones. Porque Ramón siempre preferirá la voz viva al epíteto adjudicado a ese tono o fuerza de voz.
El gran director ha dirigido en casi todos los escenarios del Globo, y sin embargo no peca ni de prepotencia, sabihondez o altanería. No parece de esos. Es suave hablándome, he sido capaz de llevarle a mi huerto lleno de preguntas inexactas, y a ritmo de bala, y ni siquiera me mira sorprendido ante la singularidad de mis frases inquisidoras.
Me ha gustado compartir algunas breves horas con un maestro. Y ser maestro implica admirar la precisión y medida de sus afirmaciones. Hablar con naturalidad de cosas poco habituales y llenas de riqueza, no ser rencoroso con las adversidades, y ser consecuente por encima de cualquier consideración.
Ser un gran director de música también puede implicar cercanía, claridad en los conceptos didácticos, y apertura ante interrogantes procedentes de alguien a quien no conoce y que soy yo.
Ramón me ha contado las cosas porque me ha intuído el deseo de indagar en mi terreno tan desconocido y en la nobleza en mis interrogantes. Los maestros juegan con su saber y conocen bien el factor y la diversidad humana. Y me dice que en la élite de la música académica también hay gente envidiosa, puñetera, y que parece disfrutar causando molestias a los compañeros. Y ese comportamiento humano, tiene lugar en lugares deprimidos y también en cabezas elegidas que viven en la holgura de la excelencia artística del lujo y del placer. Porque la naturaleza humana siempre es así.
¡GRACIAS, MAESTRO!
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