Inquietante, incrédula ante sus propias afirmaciones, demasiado niña, cuarenta años de edad y vida loca, mirada increíblemente estremecedora y tapada por recurrentes y pretendidamente normalizadoras muecas gestuales, sita al lado de un padre dependiente al que no puede querer ni valorar.
La cara de Ana Braya me dio terror. Porque escondía demasiadas cosas imposibles, e imposturas de agresividad defensiva. Porque, Ana, no avanza. Coquetísima como siempre ha sido, hoy no parecía atenta a su aseo y realce habituales, y su semblante era triste, iterado, con sucesión de capas aburridas de irrealidad.
El paso por su sangre durante ya bastantes años del alcohol y de las drogas, van haciendo el inevitable trabajo del desgaste. Porque Ana parece cansada, decidida a no encontrarse jamás de los jamases con ella misma, manteniendo un orgullo calé, dispuesta a lo que por sentir placer aunque no sea de este mundo, y pugnando a la mínima con un padre al que sus cuidados en su estado, han de superar.
Una niña. Vi en Ana Braya a una niña indefensa dispuesta a todo menos a cambiar y a asesar. Me impresionó ese mirar indiferente a las cosas reales. Esa especie de jugueteo con supervivencia y con los pocos suyos.
Dice Ana que labora mucho, que tiene que estar pendiente de sus hijos, no habla nada de su actual compañero quizás por preservarlo de la realidad, que la vida es dura, y que también cantar, bailar, follar y el cachondeo forman parte de la vida entera.
Pero cuando acaba de comer, Ana Braya comienza a vacilar. La indiferencia general se me antoja un grito en la noche de indiferencia. Y yo pienso, que a pesar de la juventud de la mujer, podría quedarle mucho menos tiempo de vida que incluso a su octogenario padre impedido, al cual ha traído a la comida en la silla de ruedas, pero que la presión de estar en un grupo la ha hecho largarse, dejando a su progenitor al azar de la generosidad de sus conocidos.
Ana Braya, necesita el dinero. Pero no solo para aparentar normalidad y simpatía social, sino para además cubrir sus evidentes necesidades que la tienen adicta y en la boba agresividad de su lesitud. Vendrá el camello y habrá que pagarle las mercancía; las botellas de licor no habrán de faltar en su capazo de fiesta, desinhibición y ganas de no hacer nada.
Ana Braya es nada. Se siente, nada. Parece suficientemente cómoda en su nada, mientras va cavando su propio hoyo y vacío. Es un hoyo profundo y hasta ordenado. Un agujero vivido, por el cual se avanza hacia el infierno del retroceso.
Ha visto otras veces a Ana Braya. Sonreía más aunque le saliera de los pies. Siento que se la está comiendo el asqueroso monstruo peludo de su impotencia. Y cada vez, Ana puede menos y grita más.
Cada vez la quieren menos y la ignoran más. Cada vez, siente la mujer el deseo de no caminar hacia ninguna parte que no sea hacia la oscura negación de sí misma. Ni la natural desaparición natural de su padre, le dará sosiego a sus ansiedades y obligaciones. Ni mucho menos. Porque mientras esté junto a su padre,-aunque sea de uvas a peras-, alguien podrá ver en Ana ternura y coherencia. Presencia y comedia positiva.
Sí. Ha acabado la comida. Y entonces Ana Braya mira y mira la cartera de su padre, y después disimula mirando su bolso, para ver si puede completar el precio de los dos menús. Pero, falta algo. Siempre falta algo. Y padre e hija se miran intentando y comenzando a enzarzarse buscándose mutuamente la culpabilidad.
A mí me sabe mal, y les ayudo con un euro que es lo que parece faltar. No parecen agradecerme el que les saque de los apuros, y un amigo les da otra moneda, y entonces las cuentas ya cuadran. La responsable del bar,-que les tiene prohibida la entrada al establecimiento-, hace un gesto caritativo al ver la situación y dice que todo es perfecto y que todo está bien esta vez.
Al padre de Ana Braya le ha quedado una excelente pensión, mucho más que holgada, pero el hombre no se controla el dinero y cede ante su hija. Y Ana juega a ser desesperada; a comprarse más palas excavadoras en las que sepultar su tormento. Y nada cambia aparentemente. Es mentira porque esto de la vida son dos días mal contados, y además todo cambia a estremecedora velocidad.
Es lo peor y más amargo. Todo parece decidido camino del drama paulatino. Las soluciones no van a ser posibles, le dice el optimismo al pesimismo. Y al fondo, llueve. Y tras la lluvia, se abre y sale un hermoso solazo. Y mientras esto sucede, Ana duerme desolada y defensiva su vida imposible.
¿NO PASA NADA? ...
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