Antonio parece alguien casi inexistente. Ya no sabe quiénes son sus vecinos, porque o bien se murieron, o bien porque los de ahora van a la suya, son jóvenes y pasan de él.
Antonio ya no cumplirá los ochenta años, y antes bajaba al bar a ver los partidos de fútbol de pago, los cuales su modesta pensión no puede ni debe afrontar. Y además, Antonio piensa que el fútbol es un rollo en donde siempre ganan y pierden los mismos. Y, sobre todo, el viejo Antonio ya no puede con los gritos que acompañan a los jóvenes aficionados que se apostan en la barra de dicho bar, y que copan todas o casi todas las mesas que han reservado.
Es sábado. Antonio camina con dificultad. Pesadamente, avanza con cuidado extremo por una de las calles próximas al Mercado Central y a un Barrio Chino que ya prácticamente solo es un recuerdo, dado que la pandemia lo cerró, y las prostitutas y los chulos que las llevan entraron en crisis y se largaron a otros sitios, a lugares más distintos, huyendo de la policía sanitaria, del Covid y de ellos mismos.
Son las séis de la tarde. Pronto empezarán las sombras del otoño a marcar las reglas del juego lumínico. Un camión cisterna, ha anegado las aceras por las que Antonio patina más que anda. Antonio teme caer y va con mucho cuidado. No hay prisa. Y si la tiene, se aguanta.
El viejo Antonio camina por calles intransitadas. Ha tomado precauciones. Solo lleva en los bolsillos de sus ropas modestas, un billete de cincuenta euros, una copia del DNI y las llaves de su casa. Su destino, es un piso de prostitución, clandestino, en donde ya le conocen. Antonio sabe que corre peligro, pero no olvida que quien algo desea ha de jugársela y exponer.
A Antonio le dejan que pague en efectivo por ser cliente habitual y porque nunca va bebido, ni lleva navaja, ni es conflictivo. Y su prostituta preferida es Svetlana. Una mujer madura y rusa, que vino de su país engañada por las mafias, y que sabe cuatro idiomas. De hecho, cuando Svetlana tiene algún hueco en su agenda de esclava del sexo, aún se saca algunos euros dando clases particulares a chicos atractivos, jovenzuelos estudiantes.
Veinte minutos. Tiempo suficiente para Antonio. Es el dinero pactado y el limite de su líbido, la cual permite caricias iniciales y un final placentero sin semen, y un beso apasionado y profesional de su perdición, Svetlana.
A continuación, sin que nadie le diga demasiado, Antonio se sube la ropa y se abrocha la bragueta. Se atusa su escaso pelo, y baja lastimeramente un piso sin ascensor. Y ya en la calle, empieza a notar la humedad del otoño, y además esas horas no son para que ningún vehículo autorriega moje tan a lo bruto las aceras y las calzadas. Antonio se encoge de hombros, y se dice a sí mismo que no puede hacer nada. Y llega a su casa, se pone un poco la tele, y en cuanto puede se va a dormir a la cama. Antonio tiene una gran facilidad para dormir. La tuvo siempre. Incluso, en vida de su inolvidable e imprescindible Elvira, que le dejó demasiado pronto.
Svetlana, en su lar de prostitución, está poniendo cara de angustiada. Depende de Kusack, su chulo. Y hoy el hombre ha bebido. Y de repente ha sacado la correa, y la ha amenazado diciéndola que cincuenta euros son una mierda, que no vuelva a recibir al viejo porque espanta a los jóvenes y desmoraliza a sus compañeras de oficio, y que sin duda los cincuenta euros van a ser para él. Y que si ella intenta resistirse, la coserá a latigazos.
Piensa Svetlana, que afortunadamente Kusack el chulo no bebe todos los días. Y que en Rusia todavía le queda familia. Como una tal, Elka, la cual tiene sus mismos ojazos claros. Cerca del lugar, ladran unos fieros perros intuyendo la tensión.
- A VECES LA DERROTA Y LA PACIENCIA SE DAN LA MANO.-
0 comentarios:
Publicar un comentario