lunes, 28 de octubre de 2024

- EL SEMBLANTE DE ANA BRAYA. -




 

Inquietante, incrédula ante sus propias afirmaciones, demasiado niña, cuarenta años de edad y vida loca, mirada increíblemente estremecedora y tapada por recurrentes y pretendidamente normalizadoras muecas gestuales, sita al lado de un padre dependiente al que no puede querer ni valorar.

La cara de Ana Braya me dio terror. Porque escondía demasiadas cosas imposibles, e imposturas de agresividad defensiva. Porque, Ana, no avanza. Coquetísima como siempre ha sido, hoy no parecía atenta a su aseo y realce habituales, y su semblante era triste, iterado, con sucesión de capas aburridas de irrealidad.

El paso por su sangre durante ya bastantes años del alcohol y de las drogas, van haciendo el inevitable trabajo del desgaste. Porque Ana parece cansada, decidida a no encontrarse jamás de los jamases con ella misma, manteniendo un orgullo calé, dispuesta a lo que por sentir placer aunque no sea de este mundo, y pugnando a la mínima con un padre al que sus cuidados en su estado, han de superar.

Una niña. Vi en Ana Braya a una niña indefensa dispuesta a todo menos a cambiar y a asesar. Me impresionó ese mirar indiferente a las cosas reales. Esa especie de jugueteo con supervivencia y con los pocos suyos.

Dice Ana que labora mucho, que tiene que estar pendiente de sus hijos, no habla nada de su actual compañero quizás por preservarlo de la realidad, que la vida es dura, y que también cantar, bailar, follar y el cachondeo forman parte de la vida entera.

Pero cuando acaba de comer, Ana Braya comienza a vacilar. La indiferencia general se me antoja un grito en la noche de indiferencia. Y yo pienso, que a pesar de la juventud de la mujer, podría quedarle mucho menos tiempo de vida que incluso a su octogenario padre impedido, al cual ha traído a la comida en la silla de ruedas, pero que la presión de estar en un grupo la ha hecho largarse, dejando a su progenitor al azar de la generosidad de sus conocidos.

Ana Braya, necesita el dinero. Pero no solo para aparentar normalidad y simpatía social, sino para además cubrir sus evidentes necesidades que la tienen adicta y en la boba agresividad de su lesitud. Vendrá el camello y habrá que pagarle las mercancía; las botellas de licor no habrán de faltar en su capazo de fiesta, desinhibición y ganas de no hacer nada.

Ana Braya es nada. Se siente, nada. Parece suficientemente cómoda en su nada, mientras va cavando su propio hoyo y vacío. Es un hoyo profundo y hasta ordenado. Un agujero vivido, por el cual se avanza hacia el infierno del retroceso.

Ha visto otras veces a Ana Braya. Sonreía más aunque le saliera de los pies. Siento que se la está comiendo el asqueroso monstruo peludo de su impotencia. Y cada vez, Ana puede menos y grita más.

Cada vez la quieren menos y la ignoran más. Cada vez, siente la mujer el deseo de no caminar hacia ninguna parte que no sea hacia la oscura negación de sí misma. Ni la natural desaparición natural de su padre, le dará sosiego a sus ansiedades y obligaciones. Ni mucho menos. Porque mientras esté junto a su padre,-aunque sea de uvas a peras-, alguien podrá ver en Ana ternura y coherencia. Presencia y comedia positiva.

Sí. Ha acabado la comida. Y entonces Ana Braya mira y mira la cartera de su padre, y después disimula mirando su bolso, para ver si puede completar el precio de los dos menús. Pero, falta algo. Siempre falta algo. Y padre e hija se miran intentando y comenzando a enzarzarse buscándose mutuamente la culpabilidad.

A mí me sabe mal, y les ayudo con un euro que es lo que parece faltar. No parecen agradecerme el que les saque de los apuros, y un amigo les da otra moneda, y entonces las cuentas ya cuadran. La responsable del bar,-que les tiene prohibida la entrada al establecimiento-, hace un gesto caritativo al ver la situación y dice que todo es perfecto y que todo está bien esta vez.

Al padre de Ana Braya le ha quedado una excelente pensión, mucho más que holgada, pero el hombre no se controla el dinero y cede ante su hija. Y Ana juega a ser desesperada; a comprarse más palas excavadoras en las que sepultar su tormento. Y nada cambia aparentemente. Es mentira porque esto de la vida son dos días mal contados, y además todo cambia a estremecedora velocidad.

Es lo peor y más amargo. Todo parece decidido camino del drama paulatino. Las soluciones no van a ser posibles, le dice el optimismo al pesimismo. Y al fondo, llueve. Y tras la lluvia, se abre y sale un hermoso solazo. Y mientras esto sucede, Ana duerme desolada y defensiva su vida imposible.

¿NO PASA NADA? ...

domingo, 27 de octubre de 2024

- MÚSICO Y DOCTO . -


 

Dice llamarse Ramón. Le conocí en una comida de amigos y conocidos heterogéneos. Amable, educado, modesto y más que precavido. Yo, con mi estilo quasi periodístico, y enarbolando la bandera de mi supina ignorancia acerca de los grandes eventos de las direcciones de orquesta, teatros operísticos, etcétera, escuché encantado lo que Ramón tímidamente me refería.

Sí. Ramón es una celebridad musical. Dice estar jubilado y que le acaban de llamar de una orquesta muy importante de Cataluña, para que la dirija.

El director me habló de la experiencia y de la responsabilidad. De que debajo del suelo hay en algunas ciudades unas estrategias para hacer los ensayos, los atrezzos, las coreografías o puestas en escena, los camerinos, y todo ese mundo tan personal que solo puede conocer la gente excelsa de la música.

Ramón apenas me puso nombres a los protagonistas de su narrar. La música es para él durísima y a la vez una pasión irrefrenable. El exceso no se podrá llamar así, y ni siquiera apasionamiento. La buena música se trabaja como lo hace un minero; se estudia, se entrena, se renueva, se adapta uno a los cantantes de ópera o a los grandes instrumentistas de las orquestas que también son profesores, se pacta con todos las formas de hacer la música que se hará en los conciertos, y confiesa que es necesario y maravilloso hacer las cosas bien para que de esta manera se pueda estar a la altura de la expectación previa que se aguarda en el espectador que llenará las selectas salas.

¿Quién diría al ver a Ramón, que se trata de una eminencia? Su pose es humilde, lleva un by-pass para el corazón porque la dureza de la perfección castiga, aprovecha el tiempo suave para usar unos pantalones cortos y una ropa informal, su expresión es dulce, sabe muchísimo de música, afirma que aunque ya no estén los Carreras, Domingo, o Von Karajan, sigue hoy habiendo músicos, directores, y cantantes de ópera extraordinarios. Que la voz solo mejora si hay calidad inicial y que de lo contrario, hay que aceptar las cosas y dejar la élite y la pretensión, y me da algunas nociones de pentagramas para mí complejísimas pero que para él son menoridad.

Ramón cree en la excelencia natural. No cree en los milagros estoicos de entrenar y seguir ensayando por si sale el genio de la lámpara. Cuando yo le digo que me gusta cantar y que no sé si soy tenor, bajo, barítono o cerocerista, me dice que escuchándome hablar simplemente, puede deducir a que tono de voz pertenezco. Pero no me lo dice porque no quiere que yo saque muchas conclusiones. Porque Ramón siempre preferirá la voz viva al epíteto adjudicado a ese tono o fuerza de voz.

El gran director ha dirigido en casi todos los escenarios del Globo, y sin embargo no peca ni de prepotencia, sabihondez o altanería. No parece de esos. Es suave hablándome, he sido capaz de llevarle a mi huerto lleno de preguntas inexactas, y a ritmo de bala, y ni siquiera me mira sorprendido ante la singularidad de mis frases inquisidoras.

Me ha gustado compartir algunas breves horas con un maestro. Y ser maestro implica admirar la precisión y medida de sus afirmaciones. Hablar con naturalidad de cosas poco habituales y llenas de riqueza, no ser rencoroso con las adversidades, y ser consecuente por encima de cualquier consideración.

Ser un gran director de música también puede implicar cercanía, claridad en los conceptos didácticos, y apertura ante interrogantes procedentes de alguien a quien no conoce y que soy yo.

Ramón me ha contado las cosas porque me ha intuído el deseo de indagar en mi terreno tan desconocido y en la nobleza en mis interrogantes. Los maestros juegan con su saber y conocen bien el factor y la diversidad humana. Y me dice que en la élite de la música académica también hay gente envidiosa, puñetera, y que parece disfrutar causando molestias a los compañeros. Y ese comportamiento humano, tiene lugar en lugares deprimidos y también en cabezas elegidas que viven en la holgura de la excelencia artística del lujo y del placer. Porque la naturaleza humana siempre es así.

¡GRACIAS, MAESTRO!

sábado, 19 de octubre de 2024

- CALLES OTOÑALES. -




Antonio es bajito, pensionista y solitario. Aunque se mueva como un vivo, en realidad ya ha muerto hace muchos años. No tiene hijos, ni hermanos, y nunca ha sabido demasiado bien en dónde andan sus sueños, y especialmente desde el fallecimiento de su mujer, Elvira, o desde que dejó de trabajar en un ya desaparecido almacén de lámparas.

Antonio parece alguien casi inexistente. Ya no sabe quiénes son sus vecinos, porque o bien se murieron, o bien porque los de ahora van a la suya, son jóvenes y pasan de él.

Antonio ya no cumplirá los ochenta años, y antes bajaba al bar a ver los partidos de fútbol de pago, los cuales su modesta pensión no puede ni debe afrontar. Y además, Antonio piensa que el fútbol es un rollo en donde siempre ganan y pierden los mismos. Y, sobre todo, el viejo Antonio ya no puede con los gritos que acompañan a los jóvenes aficionados que se apostan en la barra de dicho bar, y que copan todas o casi todas las mesas que han reservado.

Es sábado. Antonio camina con dificultad. Pesadamente, avanza con cuidado extremo por una de las calles próximas al Mercado Central y a un Barrio Chino que ya prácticamente solo es un recuerdo, dado que la pandemia lo cerró, y las prostitutas y los chulos que las llevan entraron en crisis y se largaron a otros sitios, a lugares más distintos, huyendo de la policía sanitaria, del Covid y de ellos mismos. 

Son las séis de la tarde. Pronto empezarán las sombras del otoño a marcar las reglas del juego lumínico. Un camión cisterna, ha anegado las aceras por las que Antonio patina más que anda. Antonio teme caer y va con mucho cuidado. No hay prisa. Y si la tiene, se aguanta.

El viejo Antonio camina por calles intransitadas. Ha tomado precauciones. Solo lleva en los bolsillos de sus ropas modestas, un billete de cincuenta euros, una copia del DNI y las llaves de su casa. Su destino, es un piso de prostitución, clandestino, en donde ya le conocen. Antonio sabe que corre peligro, pero no olvida que quien algo desea ha de jugársela y exponer.

A Antonio le dejan que pague en efectivo por ser cliente habitual y porque nunca va bebido, ni lleva navaja, ni es conflictivo. Y su prostituta preferida es Svetlana. Una mujer madura y rusa, que vino de su país engañada por las mafias, y que sabe cuatro idiomas. De hecho, cuando Svetlana tiene algún hueco en su agenda de esclava del sexo, aún se saca algunos euros dando clases particulares a chicos atractivos, jovenzuelos estudiantes.

Veinte minutos. Tiempo suficiente para Antonio. Es el dinero pactado y el limite de su líbido, la cual permite caricias iniciales y un final placentero sin semen, y un beso apasionado y profesional de su perdición, Svetlana.

A continuación, sin que nadie le diga demasiado, Antonio se sube la ropa y se abrocha la bragueta. Se atusa su escaso pelo, y baja lastimeramente un piso sin ascensor. Y ya en la calle, empieza a notar la humedad del otoño, y además esas horas no son para que ningún vehículo  autorriega moje tan a lo bruto las aceras y las calzadas. Antonio se encoge de hombros, y se dice a sí mismo que no puede hacer nada. Y llega a su casa, se pone un poco la tele, y en cuanto puede se va a dormir a la cama. Antonio tiene una gran facilidad para dormir. La tuvo siempre. Incluso, en vida de su inolvidable e imprescindible Elvira, que le dejó demasiado pronto.

Svetlana, en su lar de prostitución, está poniendo cara de angustiada. Depende de Kusack, su chulo. Y hoy el hombre ha bebido. Y de repente ha sacado la correa, y la ha amenazado diciéndola que cincuenta euros son una mierda, que no vuelva a recibir al viejo porque espanta a los jóvenes y desmoraliza a sus compañeras de oficio, y que sin duda los cincuenta euros van a ser para él. Y que si ella intenta resistirse, la coserá a latigazos.

Piensa Svetlana, que afortunadamente Kusack el chulo no bebe todos los días. Y que en Rusia todavía le queda familia. Como una tal, Elka, la cual tiene sus mismos ojazos claros. Cerca del lugar, ladran unos fieros perros intuyendo la tensión.

- A VECES LA DERROTA Y LA PACIENCIA SE DAN LA MANO.-