sábado, 8 de noviembre de 2014

- EL RUÍDO INTRUSO -



He de ser agradecido con el azaroso destino. Y a mi perseverar en mi crecimiento como persona. El otro día me vino la idea y fui descubriendo. Reflexionando, entre mil emociones encontradas y que me parecían vedadas. Había más.
Hace más de tres años que siento y noto un ruído extraño y agresivo, excluyente y consentido. Fuerte y descarado. Cada vez que paso por delante de una de las puertas de mi finca, un perro mal educado ladra y ladra sin parar. Ya desde abajo, desde el zaguán, el animal siente la necesidad de mostrar sus cartas credenciales y que viene del cannis lupus. En cuanto oye las puertas o las pisadas, el can se excita y ladra a discreción. Debe creerse poco menos que el rey de la escalera. El amo.
Yo, he nacido en este sitio. Soy el viejo de la tribu, y me irrita especialmente que el animal me ladre y en el lugar donde nacieron mis padres y mis tíos y donde moraron mis abuelos. Me hace sentir como un extraño en mi cuna, le veo como a alguien con desfachatez y porte impropios de mi lugar raíz. En otros tiempos esto estaría más que resuelto y sin precisar de nostalgias.
Mas mis ideas estaban en el perro. Focalizadas en él. El perro. ¿El perro? ... ¡No! El perro no puede pensar, no puede reflexionar, no puede darse cuenta de lo que está bien y de lo que está mal, hace lo que le han dicho y le consienten que haga. Es su conducta y reacción producto de unas circunstancias. Recuerdo que un día llegué caliente a casa y agotado, y le solté dos o tres patadas a la puerta en donde mora el animal. Estallé, arrepintiéndome ipso facto. Se pasa mal cuando la cagas.
Mi propósito fue totalmente defensivo. Es un animal que por mucho que le digas que se calle, no hace el menor de los casos. Al revés y por todo lo contrario, interpreta mis protestas fuertes y contundentes como un acto de rivalidad o de pelea.
Por éso os digo. Es un  perro. Solo es un perro. Un perraco metido en una segunda planta sin poder sacar su raza y quemar su potente vitalidad.
Entonces, si es un perro, ¿por qué focalizaba tanto mi frustración con él? De lo que me alegro es de haberme dado cuenta. Y, a tiempo. El perro no es. El perro es totalmente inocente. El perro y sus ladridos son la consecuencia auditiva y laxa del modo de vivir actual. Ya sabéis.
Toda mi escalera está llena de parejitas jóvenes y con una visión de las cosas que se parecen a mí lo mismo que un cielo a un abismo. Es un choque generacional al que no creo verle solución.
Los que realmente tienen la culpa de la falta de civismo son los dueños y la extraña complacencia y afección menor de los demás componentes de la finca. Es, al revés. Para ellos la idea de que haya como una especie de perro guardián que ladra a todo quisque, no es una cosa que les produzca excesivas preocupaciones. Todo lo contrario.
Esta mi nueva y progresiva visión de las cosas me va a servir y a ayudar. Seguiré montando en cólera cada vez que me suelte los potentes y amenazadores ladridos. Pero algo se habrá modificado. Ahora no será el perro el gran culpable. En cuanto se me pase la mala leche, repararé en que habré errado el disparo. Así no es.
El perro no es el malo de la película. El perro es inocente. Completamente inocente. Hace su papel y lo que le marca el instinto. Como un niño malo y sin educar que no sabe estar solo. Como un consentido y sin valores.
De modo, que esta apertura de perspectiva me sigue haciendo crecer y ver las cosas con mayor rigor y amplitud. Los dueños tienen suerte de que el ratio de edad sea uniforme. Bastaría con que aquí viviesen gentes de cincuenta o sesenta años para que dicha uniformidad de miras se desplomara como los añicos. En lo que queda de mi barriada y en un lugar sin ascensor, otras opciones son prácticamente descartables.
La buena idea es mi pensar acerca del perro, el cual ya no será el demonio revelado ni la gran cosa maligna que me ataca y perturba llegándome. En realidad, el perro y sus ladridos diarios son un mero síntoma. El síntoma de un tiempo.
-DE UN TIEMPO DE MI VIDA-

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