jueves, 30 de abril de 2015

- TERREMOTO EN MI CONCIENCIA -



Soy montañero. Siempre lo seré. Y alpinista, y de los ochomiles, y hay una magia extraña que me lleva a la dureza de las alturas imposibles.
O, por lo menos, era lo que sentía hasta ayer mismo. Porque yo también estuve en ese Nepal terrible en donde ha estallado todo y han muerto miles de personas. He coronado ahora y dentro del shock, la cima de mi conciencia. Soy casi un afortunado europeo y blanco. He sobrevivido. Pero no deseo irme de aquí. No tengo demasiado derecho.
Esto es un lugar terrible. He visto cosas colosales y de espanto. Han volado todas las rocas y ha estallado todo entre mil fuegos y desastres. Se ha modificado en breves horas mi percepción de lo que es el sufrimiento en las duras y heladas alturas. Esto no es el paraíso ni el infierno, sino la realidad. Una, mi nueva realidad.
He ayudado mucho aquí. He sacado heridos de las oquedades rocosas, y niños troceados, y gente viva, y he vivido en mi propio pellejo el dolor y hasta la sorpresa de la heroicidad. He pasado por muchas situaciones tan aparentemente sorprendentes como inexplicables. Me ha sucedido y en breves horas todo un universo cronológico y en expansión que me ha tenido tenso y activo. Mi rostro es otro. No parezco yo. Pero tengo absolutamente claro que soy un mejor yo. Un absoluto yo.
La cima del mundo también podía ser una gran mierda y engañifa además de sus paisajes únicos y del espíritu especial que me hace montañero y de otra pasta. Porque hay y había otra galaxia paralela que me quedaba ciega y muda, anodina y desapercibida. Mi fuerza física y mi arrojo en el apogeo de mi vitalidad, escapaba hacia la aventura heróica del deporte límite con una dimensión irreal y hasta adocenada. No sabía del todo hacia donde iba. Todo podía ser traicioneramente una fantasía y una autotrampa. El cielo era también la Tierra. Lo acabo de probar con el inédito regusto del novato en estos impactos tan mediáticos como reales.
Quiero quedarme en el Nepal. Sufrir con ellos, ayudar, aprender otras cumbres y otros pasos, solidarizarme con los excluídos, abrir el pastel y el paquete de una realidad y de un paradigma más de verdad.
He de ayudar a cerrar heridas, y he de dejarme barba solidaria, y comer menos, y orientar a la gente de aquí, y hacer todo lo que me esté en mi mano para que esos niños huérfanos nepalíes vuelvan a sonreir, y yo quiero ser un montañero de lo cotidiano, y convertirme a la religión del compromiso y del voluntariado sin que me den un dinero a cambio y sin que me embriague la vanidad ni la vanagloria.
Nadie puede de mi familia imaginar las decisiones que voy a tomar. Se quedarán de piedra cuando vean que ya no soy un pijo que se compra piolets y que marca el calzado sobre la roca de hielo para no caerme a los abismos. Sé que me dirán que no, y que vuelva, y que  olvide lo del Nepal y lo del horror. Me rogarán que vuelva ya, y que no haga más el loco y el kamikaze.
Lo que pasa es que ahora estos chinitos me parecen más razonables y suaves, me identifico con ellos y con sus naturalidad, les he cogido un cariño especial, les he visto llorar a mares y me he visto llorar a mí con todos ellos. He hecho amigos aquí  y ya chapurreo su idioma mientras les ayudo y protejo con mis cerca de dos metros de estatura y con mis músculos veteranos y exacerbados. Me siento más siendo de aquí, y el montañismo me parece más una moda y una costumbre. He graduado la calidad de los esfuerzos. Este país no ha de estar cerrado de nuevo cuando pase la avalancha mediática. Porque entonces será bastante mentira cuando unos y otros escalemos el Everest. ¡No! Todo es mucho más social y de andar por casa por aquí.
¡OS LO ASEGURO!

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