martes, 24 de marzo de 2020

- SOLEDAD -




Desierto, silencio, soledad, páramo, monotonía, rutina, más soledad, imperio de la individualidad, buscarse bien buscada la vida por uno mismo, miradas ausentes, carencias, retos y una mismidad.
Muchos senderos de laberinto que pueden desembocar en uno mismo y volver al principio del tiempo. Hay que buscar. Hurgar debajo de las piedras. Sí. Porque piedras también hay en la perspectiva. Quizás debajo de dichas piedras esté la conexión definitiva o parcial de la felicidad.
Ni rastro de los otros. Ni de uno mismo. Ceguera, sensación de inmovilidad, apatía, pereza, estatismo, dudas, temores, los trenes que no aparecen en las vías, y hasta los pájaros parecen haberse vuelto tímidos y piar más bajito de lo normal.
Los viejitos y el pasado. El dolor. El triunfo de la juventud sobre los agentes exteriores. No sé si quiero ser inmortal. Quizás inmortal, quedándome en los treinta años y haciendo trampa. En apogeo perenne, sin que se me caigan las hojas en el otoño, o que me quede inmóvil como una planta sin visible actividad invernal.
Absoluta perplejidad que no bobez. Mutismo de ánimo, barrera en el vacío evidente, precariedad e impotencia. Solo mirando allá a lo lejos quizás pueda verse el mar o la montaña verde y desafiante. Esperanza momentánea cero ahora. Solo veo lo mismo que es poco, todos los días. No me dejan pasar, me dicen sin decir y diciéndolo que soy vulnerable, y entonces solo sigo viendo y evocando desierto yermo y catástrofe de desilusión.
Nada. Esa podría ser una buena definición. Una nada forzada, evidente, contínua, inesperada, triste, abúlica, atronadora,  donde no hay cercanías, en donde todo es el miedo al todo, en donde campa a sus anchas el tiempo de la defensa, de la derrota, del no atreverse y del repliegue. Y no me gusta ese repliegue, y entonces solo me queda mi chip de inventiva, y vuelvo a imaginar un desierto en libertad y hasta majestuoso. O, quizás, lo que se siente en una cárcel en estos días de coronavirus.
Esto del confinamiento es una puta cárcel en la que no debes pensar demasiado a corto plazo. Aquí y ahora gana el no lo sé, la incertidumbre, el pánico al hoy y al mañana, y hasta el deseo de cerrar los ojos para poder llorar dormido y sin estrépitos quejicas.
Sí. La cárcel. Me ha venido bien esa idea. Estar aquí metido en casa porque fuera hay peligro, no es una idea del preso sino la antítesis. El interno en el trullo lo que desea es salir de ahí adentro de una maldita vez para poder respirar el aire libre exterior de la libertad.
Ahora, el preso es doblemente preso, porque aunque lograra permiso penitenciario, tampoco le permitirían deambular por las calles salvo por motivos esenciales y de fuerza mayor.
Vuelvo a mí. A muchos como yo. Depende esta soledad de cada universo personal. De cada latido del corazón, de cada momento íntimo y privado. La putada democrática del confinamiento sanitario tiene efectos paradójicos. Te puedes cansar de todo, te puede defraudar todo si no le tiras valor, volverse todo reiterativo y repe, y peligrosamente coñazo.
Hoy pienso que tener salud y viajar, es el paraíso soñado. Dejadme que defenestre a Robinson Crusoe y a la familia del solitario náufrago de Defoe, y que me dé mal rollo la isla de los plátanos y de los cocoteros de los Mares del Sur. Hoy es lo mismo que mi calle.
No hay nada. Buena definición de la soledad, sí. Solo hay aparatos digitales, ordenadores, videollamadas necesarias y de cortesía, y la tele siempre con lo mismo y a la caza y busca de la esperanzadora noticia de la curva de la normalidad, y prácticamente nada más aunque se nos diga que hay mucho.
Mentira. El momento es cero, indeseable, iteradamente individualista, descorazonador, la calle es un peligro, y el abrazo presencial una quimera. Y el beso es una paranoia, y la mascarilla un parche vital, y el desconsuelo lo más normal en este tiempo histórico.
¡Y VENGA A ESPERAR!

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