miércoles, 23 de julio de 2014

- LOS CARACOLES -



Algún retazo de mi infancia. Años sesenta. Yo, un niño. Mis padres, más que a la deriva. La idea era agradar en los dominicales tiempos de ocio de los meses de Julio.
A la montaña. Al monte de El Vedat. Muy cerca del campestre,-y del pueblo de Torrente-, restaurante El Porvenir. Allí me llevaba mi madre. Mis padres. También venían mi abuela materna y mi hermano. No había más niños en aquellas excursiones dominicales. Carencias y tiempos de nebulosa y de irrealidad.
Recuerdo el bar "Grecia". Allí, mi padre compraba las bebidas y preparaba la intendencia. Y a continuación, nuestro casi anónimo desfile familiar se llegaba hasta la valenciana calle de Espartero. En esta calle, estacionaban los autobuses que llevaban al monte y a algunos pueblos cercanos. Nunca hubo coche en casa y la actual Estación de Autobuses aún no existía. La citada calle de Espartero, servía por su longitud y característica, para albergar la citada flota de autobuses sin recinto.
Yo tenía alegría. Un niño alegre, que no paraba de corretear. No podía estarme quieto. Y, naturalmente, salir de la barriada siquiera por unas horas en los domingos de Julio, suponía una más que esperada y hasta necesaria aventura.
El autobús, tardaba bastante. El que iba a Torrente tenía más servicio. Pero el que se dirigía al monte de El Vedat, era realmente tardón. Esperaban a que se llenara. O, algo así. Yo recuerdo los agarraderos del autobús, que eran blancos. Y el autobús al principio, bien vacío. Y las dudas de mi madre. Porque con todos los asientos libres, ella no terminaba de decidirse en cuál de ellos deberíamos tomar asiento. Finalmente se cansaba y lograba elegir.
Una cosa muy bonita era el tiempo del trayecto. Del viaje. Algo se movía. Era como despegar. Como casi toda la magia imaginada de un viaje. Mucha ilusión. Mucho por ver. La necesidad de tener mucho por ver.
Llegar al monte y bajar, era precioso. Mis padres alquilaban unas sillas, y las añadíamos a una mesa plegable que traíamos de casa y que todavía conservo. Y después del almuerzo, mi abuela no sé muy bien qué hacía, y mi padre se ponía a descansar y a deambular por los alrededores del restaurante, en cuyas proximidades había igualmente un autoservicio.
En ese momento llegaba el momento festivo y crucial de la jornada. Porque mi madre decidía que íbamos a ir caminando durante algunas horas yo y mi hermano con élla, y de paso a coger todos los caracoles que pudiésemos ver durante el tiempo del recorrido campestre. Agotador y precioso, todo a un tiempo. Benditos caracoles bien difíciles de encontrar ...
No había más niños allí que mi hermano. Yo no podía saber muy bien qué pasaba y ni siquiera desde la inocencia y edad infante me lo podía plantear. ¿Por qué estábamos tan solos y tan pocos en medio del monte en una festiva y veraniega jornada del caluroso Julio? No obstante, era un pregunta muy importante y hasta crucial.
En la huída de mi madre hacia ninguna parte, en su camino enfermizo y de ostracismo, nos embarcaba a sus dos hijos. Pero yo no sentía en absoluto aquella sensación. Empezaba a no echar de menos a nadie. Mi pobre madre me estaba condicionando la vida, pero ella nunca lo ha sabido. Ni lo sabrá nunca. Jamás tuvo la menor intención de hacer daño a nadie. De hecho, se lo hacía a sí misma y no se enteraba ...
La vuelta a Valencia en el autobús era bonita. Recuerdo que yo jugaba a pilotar el autobús. Me cogía al asiento de delante e imaginaba que era el volante de un coche. Y giraba hacia la izquierda, y hacia la derecha, y le metía rapidez a las manos e imitaba a un avezado piloto de carreras.
Era muy importante inventarse otro mundo. Y jugar con ese otro mundo paralelo e imaginado. Ser niño era muy positivo aunque no hubiera ni libertad ni sentido común en mi familia. Y aquella niebla rara en la inconsciente infancia, lograba retener mi sonrisa.
-COMO LO HACÍAN TAMBIÉN LOS CARACOLES-

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