Jesús Hermida. Ayamonte, Huelva. Andaluz, elegante y español. Persona y personaje pionero y hasta enigmático. Como distante y hasta divo. Genio y figura. Innovador, puente entre los tiempos, televisión y radio que avivó y capitaneó, especial, casi una sorpresa.
Cogió aquella televisión gris y de blanco y negro del franquismo, y poco a poco la fue perfilando hacia su nueva y progresiva creatividad.
La corresponsalía en Nueva York le abrió los ojos y le marcó todo. Allí en América recibió y mamó una libertad y un estilo que en cuanto pudo ser en España la puso en práctica. Pero no de cualquier manera. Hizo su pregón a ritmo de elegancia y creación rigurosa. Entretuvo y tuvo en sus manos el mundo comunicativo. Nos subió a todos a la Luna con la gran heroicidad del Apolo XII, y nos asombró con su personalidad sin duda irrepetible.
Hablaba raro adrede, como estirando las palabras a su antojo, excesivo y definitivo, y abierto, y escalaba y escalaba liderazgos, y comenzaba a aterrizar en el Fresnedillas o el Cabo Cañaveral de la Televisión Española a la que dio libertad, europeidad, modernidad, prestigio, orgullo, quitó complejos y enganchó con unos furibundos deseos de cambio social en los que coincidió con los nuevos tiempos de todos y de las nuevas chicas periodistas.
Hay un antes y un después del gran Jesús Hermida. El maestro inventó la tele actual con sus virtudes y defectos. Le cambió la ropa y le inventó su Carrefour o Corte Inglés. Le puso etiqueta y coche nuevo a su afán y clase como comunicador, y tiró de talento y de magia personal.
Finalmente, se sentó en el trono del poder mediático en mi país. Los nuevos tiempos. Coronó. Hermida ya fue una referencia decisiva y necesaria, un Google al que buscar para encontrar nuestros cambios sociológicos y para abrir nuestro horizonte de ahora mismo. Todo lo que pasa hoy en la tele española es Jesús Hermida y su sucesión.
A través del gran Hermida, la televisión cogía forma y color y pasaba a ser lo que es. El periodismo de corte americano, listo, al que nada se le pasaba y desde el que se podía ser pizpireto y estratégico.
Jesús Hermida lo hizo todo en la televisión. Lo ha hecho todo. Con su estilo, con su legión de imitadores, con su prestigio de ojeador de jóvenes talentos, con su altura, con su inglés rápido y masticado, con su libertad individual como bandera, y con un cierto tufillo ideológico que nada o poco tendría que ver con las izquierdas. Pero sí con las ansiadas aperturas casi definitivas y formalmente impecables.
Un maestro y una autoridad. Un loco de la colina de las ondas y de las pantallas. Un gigante entre entusiastas. Un tipo que era la estrella de sus programas por encima incluso de sus prestigiosos y potentes invitados.
Jesús Hermida se ha parado y se ha ido a las estrellas a los setenta y siete años, y nos muestra que la vida es así y que nada es del todo para siempre, y ahí queda su legado. Hermida es más que historia de la tele española. Es la televisión, y el jefe, y el superior del convento, y una institución, y un crack, y un líder sin rivales, y la despedida emocionada.
Ya no será junto con Cirilo Rodríguez, el apuesto y hasta raro corresponsal en Nueva York. Pero ahora otros muchos jóvenes periodistas de hoy hacen su estilo y su impronta. Reeditan sus tics y sus tambores, sus ritmos y sus baterías, su verdad y su tiempo.
-DESCANSE EN PAZ-
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