Mientras el otro día hablaba por teléfono con mi amiga Sidinya, me vino algo novedoso y puro al corazón. Me entró un deseo que tenía que poner en práctica por encima de todos los impedimentos. Y de repente le dije que no es que iba a ir a visitarla a su casa de Tarragona, sino que le puse fecha y día a esa visita. Asumía mi responsabilidad como amigo, y allá que me lanzaba decidido, asustado y coherente. Ahora ella no podía desplazarse por motivos de salud. No. Ahora me tocaba mover pieza a mí.
Seguí sin pensar demasiado. A veces hay que soltar manotazos sutiles y tomar decisiones necesarias. Tenía ganas de ver a una buena mujer, la cual ha tiempo me otorgó su afecto y confianza. Tenía ganas de disfrutar cara a cara del placer de la amistad. Tenía la responsabilidad decidida de mis cosas bien hechas, de mi detalle del viaje y de mi generosidad concretada.
Fui. Llegué. La vi. La abracé. Me sentí feliz, ella fue feliz, comí con ella y con su hijo en su casa una suculenta paella, y fue un día precioso y realmente grato y sentido.
No. No había sido para mí un acto frecuente ni mucho menos, cotidiano. Era el resultado de un enorme trabajo personal. También yo comenzaba a ser muy amigo de mí mismo. Mucho más que otrora. Me sentía centrado, por el camino que es, liberado de otros tiempos confusos e inexpertos, y sencillamente muchísimo más adulto. El verbo crecer era la constatación de mí mismo. Estaba haciendo cosas que antes no hubiese podido realizar ni vivenciar.
Me sentí pleno en Tarragona, y en Castellón, y en Valencia, y en aquella esquina, y al lado de aquel yate enorme de los árabes en el puerto catalán del barrio de pescadores de El Serrallo donde mora la rubia Sidinya, y en la Estación de los trenes, y asumidor de aquellas reglas del juego lógicas y adultas.
Comí con ella y con su educado y bonancible hijo, y no pasó nada especial de efectos especiales o enormes alharacas. Comimos y charlamos, pero también esta vez practiqué el silencio de la compañía, y escuché con más precisión y atención a mi amiga y lo que me confiaba y expresaba.
Qué bonita palabra la de la amistad. Y sobre todo, cuando se disfruta auténticamente, cuando se confía y se comparte, cuando Sidi me muestra su casa coqueta llena de originalidad y aprovechando hábilmente los pequeños espacios de dicha vivienda.
Realmente, disfruté. No se puede decir de otra manera. Y me emocioné al compararme con otros momentos. Yo, he crecido. Ya voy siendo yo otra vez. Ya puedo saber posicionarme ante las situaciones y desechando los errores. Fui concreto y claro, alegré el día de la lesa Sidinya, y me alegré por dentro a mí mismo de su buen calor.
Ella es mi amiga. Y yo soy también su amigo. Yo, también. Y cuando Sidi se recupere de las pruebas que la vida de su cuerpo le pondrá por delante, naturalmente que volveremos a vernos. Porque sentiré y sentiremos esa necesidad amical del compartir.
Ya de vuelta en el Talgo para mi casa, todo encajaba. Estaba bien. Mi aturdimiento y mis dudas en la Estación del ferrocarril se debían a mi falta de entrenamiento y a mis primeros pasos en los largos desplazamientos. Y nada más que eso. Yo ya no busco ni necesito muletas o apoyos recargados. Yo lo que me necesito es a mí mismo y a no darle más vueltas a mis generosos y buenos deseos.
Llego al tiempo concreto de la amistad, valoro el fuerte abrazo que di y que recibí de Sidinya, me sentí perfecto ahí, y más grande, y más yo, y en 2015, y en Abril, y en un domingo que nunca podré olvidar. Y que también habrán muchísimos más días de visita.
-Y DESDE MÍ MISMO-
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