No puede negar Mariajo que es conquense. No solo no lo niega, sino que alardea de tal condición. Y concretamente de Valverde del Júcar. Un coqueto pueblo de mil habitantes, que resiste bien dada la cercanía a un pantano atractivo que lo linda y adereza.
Y porque son sus ojos vivarachos. Y porque cada vez me gustan más las personas que vindican su tiempo distinto y tranquilo. Mariajo me conoce de todo el año porque hace gimnasia con su madre,-la señora Angelines casi centenaria y espectacularmente lúcida y fuerte-, pero mientras me destaca las bellezas de su pueblo me aprecia más. Porque es más ella, más de verdad, más sin pose, más con su genio e imponiéndose, menos mirada y más audaz.
Me dice Mariajo que tiene sesenta años y que conoce a todos los de su pueblo, o lo más significativos y como la palma de su mano. Fue casi toda la vida allí. Ama aquel lugar. Porque Valverde es ella, gran parte de ella, y todo su entusiasmo paleto y maravilloso.
Todo me lo dice Mariajo cuando me muestra los libros de festejos de su pueblo en los que se ve mucho de su cuna. ¡Cuántas cosas! No hay un solo metro que no tenga desnivel, hay que curvear y curvear con el coche para ganar el pueblo, está pegado a la antigua carretera que lleva a Cuenca capital, y que está lleno de bares y de animación. ¡Septiembre son vaquillas! ...
En Valverde gana la madera y todo lo que tiene que ver con la utilidad mercantil de los árboles, y lo que bien que se come en el frío pueblo, y que cada vez hace menos adversidad meteorológica en el lugar y en toda estación, y vuelven los ojos vivarachos a la soltera Mariajo.
Alta, enjuta, y con la elegancia y fuerza de los natos de los pueblos. Nacer en alto suele tener estas cosas. Y la dureza y rudeza del campo traen estas diferencias comparativas con el confort de la gran ciudad. La lucha necesaria.
Mariajo me habla de los cortinajes y de los transportes y grúas que hay y se hacen en Valverde. Y que fue una pena que una empresa maderera quebrara y acabara con el sueño de unos doscientos trabajadores. Un proyecto ajado entre las dudas y la crisis.
Mariajo es absolutamente positiva, y realista como lo es su madre Angelines. Tiene el don de casar la practicidad con la duda nostálgica y que se pierde entre las tristezas del atrás.
Mariajo sabe deslindar los senderos, de la misma manera que los surca y transita. Me dice que ahí está la Iglesia, y los hostales, y hasta un Club Náutico que hiergue el turismo hacia el pantano que en el verano es una golosa atracción para el foráneo.
Valverde son árboles y montaña, y rutas cucas para perderse al atardecer con su prima Elvira, y entonces se oyen los eternos acordes de José Luís Perales, el cual llegó a residir allí.
No me gusta casi nada la frialdad capitalina. Aburre y es hueca y previsible. Prefiero los misterios de Mariajo y sus aventuras camino de los pantanos de sus deseos y de su educación más real que exquisita.
Soy muy distinto a Mariajo, aunque me gustan muchas cosas que a ella la epatan. Mariajo es valiente y recela de quien tiene que recelar, y estigmatiza solo cuando las cosas se repiten hasta volverse evidentes como los pájaros que sobrevuelan siempre la inocencia de su libertad.
Por la ciudad Mariajo no es tan Mariajo. A Mariajo hay que verla bañándose sin nada en las frías aguas del interior, y volviendo y envolviendo sus raíces con la delicadeza de una eterna princesa.
Mariajo es eterna y larga como una raíz, y un destino con rocas e incomprensiones. Hace años que sabe que para ser feliz ha de hacerse la sorda y la boba y no detenerse jamás.
-MARIAJO A TODA MECHA-
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