Todos los domingos. Los domingos por la tarde. Allá a las cuatro. Mi madre decidía su tiempo y el tiempo de ocio de sus hijos. De mi hermano y de mí. Y ese momento coincidía con la marcha a pie a casa de la prima de mi madre. Sí. De la tía Maruja.
Algo había que hacer. Mi madre tenía dos niños sin socializar ni juntar con los demás niños de su edad. Y mi padre se despreocupaba, dormía la siesta, y luego se marchaba al bar de la esquina en el cual permanecía hasta la hora de la cena.
Allá que íbamos los tres caminando. Nunca hubo coche en casa. Y como nos gustaba a todos andar, así nos ahorrábamos el billete del autobús de la ida.
Desde mi casa alcanzábamos el antiguo hospital "La Fe", y continuábamos buscando el vetusto y abandonado Camino de Moncada hasta girar hacia la izquierda y hallar por entonces las afueras de la ciudad de Valencia en plena y autóctona huerta. Por ahí acababa el exterior de mi ciudad y aparecían los bloques de viviendas todavía no contiguos. En uno de esos bloques estaba la casa de la Tía Maruja y de su marido sevillano el tío Juanito y nuestra prima María Amparo ya casi una adolescente presumida y hasta previsible. España estaba cambiando a pesar de la pared del vetusto franquismo. Empezaban a aparecer los primeros coches, y en muchas casas ya estaba la televisión del blanco y negro. ¡El cine en casa! ...
Le dábamos todos un beso a mi tía Maruja. Mi tío Juanito andaba con la siesta, y María Amparo váyase a saber lo que estaría haciendo en su cuarto.
Sus otros hermanos, Juan Miguel y José María ya eran los dos unos jovenzuelos y habían partido camino de la doscoteca con sus pandillas de amigos. Rara vez estaban.
Mientras mi madre charlaba todo el tiempo y en valenciano con la tía Maruja, nosotros nos entreteníamos viendo la televisión. Y cuando iba a empezar el mítico programa "El hombre y la Tierra" del doctor y naturalista Félix Rodríguez de la Fuente, aparecía mi tío Juanito y se sentaba con nosotros en su silla del comedor para ver el programa. Después, cuando le parecía bien, se bajaba al bar para estar con sus amigos.
Recuerdo aquellos pasajes casi fugaces de mi infancia como significativos y estimulantes. Viendo la tele se distraía uno. Pero yo no podía siendo niño valorar las tremendas carencias y angustias de mi madre a la hora de contentar a sus hijos. ¡Menos mal que estaba la tía Maruja que nos acogía con cariño, humanidad y campechanía! Y además veíamos en la tele los dibujos animados y hasta los partidos de fútbol de la Liga. No estaba nada mal ...
No todos los partidos, porque a la hora del fútbol aparecía de nuevo mi prima María Amparo, cambiaba de canal y ponía un programa de música que a ella le gustaba mucho. ¡Ya nos había fastidiado un poco la guinda del pastel! ...
Las nueve. De la noche. Vuelta a casa. Esta vez en el autobús línea 27 que iba desde la Ciudad del Artista Fallero hasta la Carretera Real de Madrid. Descendíamos en la parada que había en la Plaza de Santa Úrsula al lado de las Torres de Quart. Y desde ahí, a casa. Por lo menos nos habíamos distraído un poco.
Un día la cara de mi madre palideció. Alguien le dijo que la tía Maruja había fallecido a sus escasos cincuenta y pocos años, a causa de una cosa del corazón. A mi madre le supo mal porque la quería a mares y porque se quedaba sin opciones de ocio para el domingo de sus hijos.
¿QUÉ HARÍA AHORA? ...
0 comentarios:
Publicar un comentario