En alguna parte de una España que aún existe, se escucha la emoción de un romperse o de un quejido de sentimientos sentidos y cañís. Todos los años se celebra en la murciana La Unión, un Festival de cante jondo que pare y alumbra tímida pero mediáticamente ese quejido de un ancestro que fuimos y que aún resistimos y somos.
El cante jondo parece derrotado por la música comercial y con muy poco futuro de masas. Pero ahí sigue en pie una distinta rebeldía. Porque ese cante flamenco, agitanado, andaluz, murciano, español, personal, extremeño, personal e irreductible, no quiere fallecer y se renueva como esas flores silvestres que nacen en el lugar desértico e insospechado, o como esos mundos y sentires aparentemente borrados de la lupa del mapa pero que siguen ahí.
Y entonces el cantaor cierra los ojos y es extremadamente sincero consigo mismo y con su tradición. Sí. Cierra los ojos y también gesticula. Parte arte y elevación, calidad y sorpresa, morería y eternidad, personalidad y reivindicación, devoción; toneladas de tradición en una España en donde sigue oliendo a caña, tabaco y brea.
Amar el cante jondo es bucear al agujero de sí mismo y poner el corazón en la boca para expresar ritmo y verdad propia aunque sea exagerada. Porque también todos somos exagerados, enamorados, tristes, exultantes, desnudos, vulnerables, solemnes, majestuosos y olorosos. Y somos flor y sendero, silencio y pólvora, miel y horizonte, y obediencia e iteración, y vimos a nuestros padres y abuelos cantar así y nos vino la gana de seguirles.
Antes y también ahora, los reyes del jondo eran ídolos populares y estaban en la boca de todo el mundo. Ahora, parecen los grandes unos rara avis en medio de la enorme verdad y de la colosal grandeza que muchas veces se alcanza sin pretenderlo. Este cante es mina, e incomodidad, y lo cantas cuando te duelen las cosas crónicas, pero también cuando pasa un pájaro que silba o cuando Antonio Machado es leído con pureza y fruición.
Frente a una educación potente y universitaria, europea, o una sociología española que busca la noche de la disco convencional o la pizza apresurada e italiana para salir del poco tiempo para la cena, aún existe el arroz al horno, o el hervido, o los sudores extremos, o las lentejas, o el olor a col, o los pimientos friéndose, o los huevos fritos azarosos, y hasta paletos que devoran con gula si les pasas golosamente una mera rebanada de pan por encima y luego lo saboreas.
Esa España del jondo se hace sola, nada sola, se arriesga sola, casi se autopromociona sin grandes mecenas, y el Festival de La Unión es uno de los pocos eventos internacionales que le dan relevancia magna y barroquismo definitivo y de megáfono.
A mí me fascina la magia del jondo y su arrojo. Me seduce ver al cantaor o a la cantaora sintiendo lo que dice y emulando a la ortodoxia en la que el tiempo parece haberse detenido entre corazones e intimidades.
Porque el jondo es intensidad, y bata de cola, y palmeros y guitarras, y coreografía de arrebatos y de unos tiempos que evocan la fuerte nostalgia, y que acaban desembocando como un Guadiana sorprendente y laberíntico lleno de agua de nuevo en los ojos.
Me gusta el cantaor porque en el "tablao" pone el espíritu y la ambición, la voz y la característica, el músculo y el llanto, la pasión y el todo, el ser y el no ser, la mentira y la realidad de un estilo absolutamente impactante y que va a chirriar con las estéticas imperantes y preñadas de pensamientos diferentes acerca de las músicas. Por eso el cante jondo tiene un mérito casi trémulo.
-PORQUE CONTINÚA-
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