lunes, 1 de abril de 2024

- AQUELLA VECINA, AQUELLOS MOMENTOS ... -



Educada de formas y aspecto. Alta. Con iniciativa propia, individual y hasta exquisita. Se llamaba, Violeta. Pero no me fue nada fácil saber su nombre. Y yo, acostumbrado a la idea de cercanía y vecindario, aquellas cautelas no solo me sorprendían, sino que igualmente me resultaban desagradablemente frías. No hay nada peor que no entender las cosas.

Una de las primeras veces que sentí y vi a mi nueva vecina Violeta, fue cuando la vi enfrentarse con decisión y extrema seguridad, no solo con los propietarios que le habían vendido el piso, sino también con el arquitecto de la finca. Eran unos enfrentamientos seguros, directos e impecables. Esa chica parecía saber muy bien lo que quería, y no iba a dar un paso atrás en sus pretensiones. Quería las cosas así y asá, y las explicaciones del porqué de sus deseos no podían tener lugar. Y para ello, nunca mostraba nerviosismo. Su táctica era el estatismo educado, el cual precedía a la velocidad de respuesta sin nada de dudas.

Violeta era joven. Pero fuerte. No menos ambiciosa que lo es el mundo de hoy. Cuando vas a hacer o a presentarte ante alguien, no has de dejar nada a la improvisación, y hasta venir leída de leyes de casa. Con toda la asesoría,-pagada o no-, de la que uno es capaz de obtener y de situar sobre la mesa. Pero, una vez acabada la pugna, entonces Violeta parecía pasar página inmediatamente. Porque su vida, aunque todavía en los inicios de su juventud, ya había germinado hacia su tiempo imparable que es el actual.

Yo,-extraño ante todo lo que percibía-, no podía entender tanta seguridad precoz, y tanta resolución educada, correcta, consecuente, y casi hasta madurada. Lo atribuía a una educación diferente a la mía. De una mujer joven, con padres con posibles, independiente y extremadamente fría. Lo que pasa es que ahora vas viendo entre decepcionado y realista, que  los inicios en los que Violeta se daba a conocer en mi finca centenaria, ya formaban parte del tiempo de ahora. Sí. Lo del vecindario era un recurrente yerto y propio, y ahora todo había cambiado. Aunque a mí me huela o no a chamusquina, unas nuevas reglas del juego comunitario ya reinaban en la finca en donde nací y vivo.

Recuerdo a Violeta, como a una chica de altos vuelos pero siempre discreta y cautelosa. A su rollo, que era totalmente distinto al mío, el cual se quedó en lo analógico y en otras éticas y en otros modos de entender las cosas. Ya no se hablaba en valenciano, los poderes estaban blindados plenamente a los derechos que emanan las leyes, y todas esas cosas actuales. Pero a mí me seguía chirriando tanto individualismo, tanta indiferencia en lo relativo a la finca; tanto celo exagerado en las formas y modos de la nueva vecina. Y en alguna que otra cosa más.

Porque Violeta nunca llevaba falda ni colores alegres. ¿Cómo era posible que una treintañera no se maquillara nunca, caminase con zancada fuerte pero nada elegante, utilizase siempre colores oscuros, no mostrase el más mínimo interés por sus vecinos, y que pareciese que estuviera viviendo en mi finca toda la vida, a pesar de ser una advenediza? ...

A Violeta le daba igual mi calle. Mi nombre, mis apellidos, mi cercanía, la cercanía de los otros, y cosas así. Y por decirlo mejor y con más puntería, lo que ocurría es que a ella con preocuparse de sus cosas y de sus intereses, asunto finiquitado. Era y es profesora, y utilizaba perfectamente el lenguaje administrativo y funcional. Nunca la recuerdo expresiva, ni riéndose a carcajadas, ni presentándonos a su amigo especial aún pasados algunos años de estar aquí con él.

Violeta encajaba perfectamente en ese mundo al que los vecinos le suenan a cotillas, y las preguntas a inconveniencias. Un día, en el transcurso de una gestión para la cual era necesario localizar a una de las inquilinas, nunca dejé de recordar su gesto entre sorprendido, encogiéndose de hombros y absolutamente indiferente. No es que no supiera nada de su vecina de arriba. Lo que sucedía era que sentía que no tenía por qué saber nada de ningún vecino. Era una muralla, una pared, una suerte de blindaje para su crecimiento y ubicación para mí tan extraños. ¿Qué hacía una chica tan joven adquiriendo un piso de una vieja finca centenaria?, ¿no sería mejor que hubiese puesto sus preferencias en una finca más actual? Las respuestas a esta pregunta ya existían. Y, podían tener sentido. Lo que buscaba Violeta era los pisos más baratos posibles,-dentro de la carestía-, y así pagar menos que en otros lugares. Invertir en ofertas y oportunidades, que su amigo el Internet podía ofrecerle a su individualidad y razón. Todo era una estrategia práctica. Violeta era para mí una suerte de máquina fría y extraña. Como si una gran tristeza interior, la llenara de solemnidad y de contención emocional. Violeta tenía la ambición de su tiempo, y toda su estrategia de actualización y modernidad. Abría y cerraba con fuerza, rapidez y celo, la puerta de su casa al entrar y salir. Le gustaba cerrar su puerta. Casi blindarla. Era significativo su modo de abrir y cerrar. De clausurar, seguir y no mirar hacia atrás. 

Comenzaron las interminables reuniones de escalera. Ella me miraba como a un extraterrestre, y yo sentía que mi tiempo de vecindario estaba muerto y enterrado. Violeta nunca se acojonaba por nada. Ni perdía los papeles. Y cuando discrepaba, nunca su enfado era evidente. Yo, en cambio, soltaba toda mi naturalidad con todo temor al dinero de las obras, y con toda mi alegría y tristeza a flor de piel. Yo soy pura emoción, las reuniones se habían convertido en un combate de buitres en busca de salirse cada uno con la suya, y Violeta era ...

No lo supe. En aquellos momentos todo lo de Violeta era para mí un choque generacional sorprendente. No es que nunca sabré en qué piensa Violeta, sino que ella hará lo posible para que no sepa de sus estrategias ni actitudes en el vivir. Era bastante, mi antítesis como persona. Y yo me sentía descabalgado en un mundo que ya nunca más se parecería a mí, y en el cual el último vecino sería el último en apagar la luz. ¡Otro mundo! ...

Violeta, animalista, fuerte, profesora, con las ideas claras, con pareja medio escondida y sumisa, sin ropa de mujer de antes, e incluso con aspiraciones políticas quizá fruto de su modo muy claro de entender su tiempo que es éste. Animalista hasta el fanatismo o la pasión, inocente, y verdugo a su vez de los rivales con más dificultad para entender la emoción viva, sincera, atemporal, y mucho menos blindada y prefabricada.

Violeta, me cayó muy mal. Es evidente. Pero, ¿cómo iba a caerme mal alguien independiente, sin timideces, con exquisita educación, discreta hasta la exageración, silenciosa, correcta, funcional, rápida, atrevida pero sin despeinarse, audaz pero jamás una mancha en su vestido nunca con falda?... Pero, no lo podía evitar. La advenediza era demasiado joven para ser tan contenida. Debía resbalarse más dada su edad, mostrar más fisuras  en su seguridad, dar más sentido a sus años treintañeros y por lo tanto inmaduros e iniciales. Así pensaba yo a Violeta.

Se daba unos tremendos madrugones, se dormía pronto, se blindaba en el interior de su piso, se iba a currar, nunca sabías si iba a estar, o si llamándola a la puerta te iba a abrir. Todo había de ser casi guionado y perfecto. Nada de imprevisibilidades. Las cosas dubitativas, suponían para Violeta unas anomalías inasumibles. Enfado sin confesar, y rechazo evidente y concretado en acciones y en escasas palabras esclarecedoras.

Daba igual que estuviesen ladrando todos los perros de la escalera casi todo el día y hasta parte de la noche y sin que nadie optara por la corrección de dichas molestias. Violeta militaba y seguramente militará en un Partido político animalista, en el que su promoción la llevó a estar en un tris de entrar en el Congreso de los Diputados. Eso, denotaba su afán por su lucha un tanto quijotesca y tremendamente personalizada. No pareció sonreír a las personas que la rodeaban, no percibía la necesidad de ponerse manos a la obra contra los constantes ladridos de los perros de la finca, y un día llegó a afirmar en un incidente con roedores, que las ratas eran muy maravillosas y que había que hacer lo posible para que no sufriesen los terribles daños de los venenos administrables para su desaparición de los falsos techos de los pisos superiores en donde eran capaces de hacer sus guaridas y acojonar de paso al vecindario.

Ahí, en ese incidente,- aparte de quedarme pasmado-, no pude dejar de pensar en los vecinos de mi finca de toda la vida y de otro tiempo. Del señor Salvador, del señor Antonio, de la pejiguera señora Maruja y su genio imparable, de la señora Paquita y de su antipático marido Joaquín, del señor Emilio, y por supuesto de mis padres y abuelos. ¡Dios la que se hubiera liado! Guarra, es lo más suave y amable que hubiese escuchado y no a través de un watsap comunitario la segurísima y audaz Violeta. Pero se solucionó el tema, casi en silencio, y con la fortuna hoy de encontrar a un buen hombre y mejor profesional de las plagas urbanas y rurales, y la situación se controló y solucionó con el seguimiento del citado profesional. Aquello fue para mí, la gota que colmó el vaso. Pero eso no solucionó las dudas en el choque generacional. Las respuestas siempre habían estado en el aire, pero para mí era demasiado duro cambiar el chip a sobresaltos y a golpes de extrañas variaciones severas. Debía darme yo a mí mismo mi tiempo de comprender y de digerir aquello. No fue un plato precisamente ligero de saborear. Sino lo contrario.

Ha pasado el tiempo. Un día me parecieron excesivas las ausencias de Violeta. Quizá habría encontrado otro trabajo en otro lugar, o se habría quedado embarazada,-cosa que puedo dudar-, o se habrían puesto enfermos sus padres, o alguna circunstancia importante.

La capacidad adaptativa de Violeta en su tiempo y en sus retos y logros, me seguía pareciendo absolutamente imbatible. Porque todo parecía ser competitivo en ella. Sin ninguna concesión. Convirtió mi escalera al indiferente individualismo absoluto, y hasta a la domótica. Violeta no parecía querer al año 2024, sino quizá al 2042 o por ahí. Futuro sin cifras.

Un día, alguien me comentó que esa joven mujer que siempre vestía con tonos excesivamente oscuros para su juventud cronológica, hacía tiempo que quería comprarse una casa. Y en ello debía de estar. Y se confirmó el rumor con cara de evidente noticia. Sin decir nada, se fue. Estaba aquí,-a pesar de ser propietaria-, a la espera de encontrar un lugar mejor para vivir y en donde fuera o fuese. Mi calle se la trajo al pairo, siempre. Y lo mismo sucederá allá a donde vaya. Su idea de casa es coyuntural, anecdótica, sin un arraigo claro. Solo desea que la dejen en paz, que todo gasto de escalera vaya por móvil, gestionarse de modo independiente sus futuros y sus retos, y nunca encadenarse a la vetusta idea de hacer calor vecinal.

A Violeta no le va la asignatura de lo vecinal como cercano, y lo considera algo retórico y del pasado absurdo y obsoleto. La cuestión de Violeta será siempre el futuro, su futuro, sus nuevas metas; sus nuevas realidades o situaciones.

Lo que ocurre es que yo,-aunque voy aceptando la sociedad que hace tiempo que llegó para no irse ni en m finca ni en el mundo-, siempre he de recordar y recordaré a una chica que nunca llevó colores llamativos y alegres, sino que siempre vestía con tonalidades oscuras y hasta aburridas.

-TODO UN POTENTE CHOQUE GENERACIONAL. -

 

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