En el AVE hay una tele minúscula que no la puede ver nadie. Además todo es tan rápido que habrán de tirar de cortometrajes. Cada uno se apaña con su maleta, pese dos lápices y un móvil, o pese veinticinco kilogramos.
En el tren hace frío. Te tienes que abrigar. En la pantalla pone todo el rato que vamos a doscientos sesenta por hora. O más. Pienso en la divertida Fórmula 1. Aquí, el podio es llegar antes. Hoy es utópico. Aunque hay mucho oscuro, y no veo nada más que un árbol en todo el recorrido. Al llegar a Madrid Chamartín, la gran máquina de la ilusión pierde el fuelle, y ya en la estación definitiva aquello empieza a ir muy despacio y se va deteniendo. Demora final de al menos un cuarto de hora. Tan rápido que fue todo el tiempo, para acabar asaltando muchas impaciencias. La utopía, es posible que nunca pueda existir.
Llego al metro, cual paleto en vivencias, a la busca de información. Solo hay auxiliares en la generosidad. Le preguntan a un guardia de seguridad, el cual no ha debido dormir la noche anterior. No sabe nada, ni tiene el menor interés en sacarnos de las dudas. Si eso dura un minuto más, apuesto que un latino de los que veo a decenas, recibe un rascón de porra. Haya paz. Yo voy por las calles del metro sin saber cómo. Una chica tan generosa como esquiva, le mete un click a la máquina de la tarjeta del metro y me cuela. Es la única manera de recargar mi tarjeta muerta. Pero sigo sin saber qué línea es la que debo tomar para llegar a mi Hostal. ¿Qué es la información si no eres de Madrid y no acostumbras a mirar el internet del móvil para intentar acortar complejidades? ...
"¡A ése de ahí!" ... Alguien me dice que un tipo frío y espigado que trabaja en esas cosas, me ayuda y me recarga la tarjeta. ¡Que tenga suerte en la vida y progrese en su trabajo! Lo merezca, o no. Me ha ido salvando la vida "métrica" en mi tierna y extraña tierra conquistada. Madrid me está matando.
Meto mis cansados pies en una línea de metro, e in extremis. El universitario que espera en el andén en el que estoy, me dice que es ese que viene y que falta un minuto para que pase. ¡Oh, gracias! Juventud, divino tesoro. El chico es alto y pijo. Y hay generosidad universitaria en su espíritu. Igual hasta juega en algún filial del Real Madrid o del Atlético. Qui lo sa ...
Voy sabiendo lo que es el metro. Es una reunión de amigos, y la única forma posible de que Madrid no sea todavía más gigantesco de lo que es. Si no existiera el metro, no existiría la sociedad viva madrileña. Han de ser amigos. Ir en metro aquí es caminar juntos, hacer running; competir hasta con deportivo respeto, o cosas así.
Veo a madrileños. De entre guiris, latinos, y demás acentos de la Ibérica. Tienen un porte centralista, bien vestidos, pijos, encorbatados, divinas/divinos, todo parece para ellos esperable y sin mayores sorpresas, y un poco de casticismo de sambenito. Me lo merezco por venir de provincias. Estos chicos se parecen mucho a los que salen en las series de la tele, y ellas parecen futuras Penélopes o Amaias Salamancas. Podrían desde mi visión, dar el perfil.
Me veo en apuros. Estoy diezmado. Añoro algo al mediático AVE de antaño. Un negro integrado me dice que me siente en el asiento que él ocupa, y yo todo nervioso me sale decirle que gracias pero que voy a apearme en seguida. Y son ocho paradas y acabo sintiendo unos apuros que casi no sé disimular. Lo mejor y peor, es que sigue entrando gente al metro. El over-booking hace que el negrito no me vea y me tapen sin querer. Encima que se ha integrado el negrito, va un indeciso como yo y le niego su bonito detalle.
Yo, pensaba no solo que me acordaría del nombre de la parada para bajarme, sino que si no me bajaba en la que era, podía estar cuatro kilómetros perdido y sin fuerza en la selva muda de asfalto. No pasó, y llegué. Me doy un suficiente a mi alegre osadía. No sufro efectos postraumáticos tras lo que me ha sucedido en el Underground de la Villa y Corte, pero todavía vivo apresuradamente el recuerdo de la viveza de la gran capital. El ser humano, es porque sobrevive ...
Al salir de la boca del metro, y tras subir dos o tres pisos de escaleras mecánicas, pregunto a gente que no me hace caso por la calle de mi Hostal. Sostengo que solo me socorren las latinas con cara de españolas, porque lo más fijo es que a ellas les pasó en tiempos lo mismo, y están más sensibilizadas con el desconcierto y el dolor ajeno. Hay un espejo espiritual que se refleja. Dos rubias hijas cañís de mi capital, hicieron como que no me veían. Que la vida las sonría.
La chica que me auxilia, me dice que ya estoy, y que son dos calles más para allá, y otra a la izquierda. Que ya se ve todo. Pero me ayuda con el mapa del móvil de su edad generacional y sin clases sociales, y como no levanta la cara del móvil y solo quiere que mire ahí, me impaciento y le digo con los brazos y manos si es por ahí, y ella entiende que su ayuda no es suficiente ante un exigente redomado. Casi no hay ni un gracias ni un adiós.
Llego al Hostal. No se ve nada de hostal hasta que no estás con la misma nariz delante del número del portal. Llamo al timbre, y me abre la amable y profesional voz de una joven gestora de hostal.
Tiemblo, cuando al subir las escaleras con mis piernas machacadas por el esfuerzo anterior, noto que los escalones son de madera, que se nota el "muec" de romperse, y que me caiga al vacío. Es que parece madera vetusta, caducada, como presa del paso del tiempo o de mi ignorancia. Paso yuyu aunque no pasa nada. La chica me ofrece la modesta habitación sin baño. Me entrega las llaves y me dice que no me preocupe porque no va a haber horarios. Libertad. ¡Utopía! Las piernas llevan la batería al 23%, y aún falta la mitad del día. El descanso debe imponerse. Pero aún no he comido. Bajo y busco un bar. Es, carete. Por lo menos para los que no somos del Centro Motor de la Nación. Semeja universitario. Parece interesante lo que veo e intuyo. Hay ligoteo entre desiguales. Ellas son jóvenes, y ellos están pesadotes tras los últimos licores que les lanzan al exceso. Ellas, se defienden, ríen, y esas cosas.
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