Sí. Es muy bajita la señora. Indigente. Solo está ahí de día. Sus movimientos y ademanes de profunda locura suave, la llevan a mostrarse tierna, y que reflexionemos acerca de la salud mental y de su demonización.
La mujer pequeña, inexistente, pérfidamente anecdótica, madre y niña, me lleva al goce duro de su contemplación y de mi solidaridad. Es tan poca cosa, que puede simbolizar la tierna y brutal falta de solidez sanitaria. El palmario olvido.
La señora, quiere pedir. Pero está tan desorientada, que decide hablarse sola con femineidad, dulzura y bondad. Porque esta mujer solo esconde onerosos misterios de olvido. Y en última instancia, su demanda es plausible y razonable. Porque naturalmente que también es un ser humano.
Sí. Está tan fuera de la realidad, con un demencia tan potente, que su mundo defensivo de fantasía se desplaza hacia la mentira y la confusión, mientras trata de construir en sí misma una realidad de cantinela y de lamento castrado, tan evidente como personal.
A veces ya no puedo más. Ella es menuda, delgada; no tiene nada de salud. Y yo paso por su lado y le pongo una moneda en la mano. Pero al hacerlo, debo tener extremo cuidado. Porque la escasa reacción y concentración de la señora puede descompasar los movimientos, y ocurrir que la moneda se caiga en el suelo sin control.
La mujer no espera el movimiento compasivo, inicialmente. Esta mujer es un agujero, la cual ya no espera nada de nadie. Y casi que se asusta, por despiste, al ver cómo la moneda la llega a su mano. Y entonces y sin levantar apenas la voz, en un juego dramático e infantil, en fase interrumpida de desarrollo y en arrobo y emoción, me da una y otra vez las gracias desde su boca mellada y con escasísimas piezas dentales propias.
Y lo más curioso, es que cuando otro día me ve,-aunque debe estar atrapada y sedada por pastillas psiquiatristas-, observo que no se dirige a mí, y que yo parezco pasarle inadvertido o desapercibido para la mujer.
La señora aparenta unos más de sesenta años, pero debe tener menos de cincuenta. Su orgullo, lo muestra jugando y obedeciendo a su fantasía de niña de derrota. Y veo que la mujer,-que lleva algunos pocos enseres con ella-, no solo se sienta en la acera sino que curvea y se arquea como descansando desde la no verticalidad totalmente su cuerpo apoyado sobre la citada acera desnuda.
Me impresiona ese curveo infantil e inevitable, que me recuerda a cuando un árbol o arbusto amenaza con desplomarse peligrosamente a causa del viento y el mal tiempo, para quebrarse y caer en muerte de forma definitiva.
La mujer parece delirar en vida. Y un dolor de infierno ha de recorrer sus menudas venas desde su pelo corto hasta las zapatillas deportivas que cubren sus pies.
Ella no sabe mucho ya. Desconoce los olores a dignidad y su derecho a no quedar atrás o excluída. Intuyo que la pandemia la ha sepultado definitivamente y mandado a la nada. Y que antes de dicha pandemia, esta señora tampoco interesaba a casi nadie o al imperio individual de la supervivencia. Su ser es una estructura rota desde muy atrás. Y solo su fortaleza la besa y ayuda.
-DESEO QUE ESTA MUJER NO SUFRA TAN SOLA-
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