Silencio, mucho silencio. Me siento muy parecido a cuando pasé por lo que aquí se llamó la Fase 0, o principio del confinamiento. Es realmente duro para mí.
En realidad no siento lo de la Fase 0, porque aquello fue una inédita, extraña y acojonante sorpresa. Ahora es una Fase distinta. Ahora ya tengo mascarilla, distancia social, y gel de manos. Pero no consuela aunque ya se camine por un suelo pisado.
Soy vital, ¡coño! Necesito hacer cosas fuera de mi humilde y vieja casa. No tengo tanto miedo como el que pasé cuando todo se precipitó el año pasado, pero le falta seguridad y convicción a mi peripecia cotidiana. Me falta distraerme, reírme, juntarme con unas y con otros; empiezo a odiar lo telemático y lo telefónico. Porque yo soy exterior.
Nunca he aguantado bien el interior. Necesito moverme por las calles, y reír, y jugar a juegos distractivos, y sentir que todo vale más.
Es como un vacío obligado. Como que me estoy portando bien socialmente, pero perdiendo el tiempo. Me llamó la atención que no me daba por escribir y por sacar de mí mis cosas. Eso es revelador. Estoy como hechizado o varado dentro de mí mismo, jodidote, como si no valiera la pena decir mis cosas habituales; como si me estuviera imponiendo un autosilencio extraño y nada saludable.
Hoy he roto esa inercia. Tengo mil millones de cosas de contar y de expresar, las cuales parece que prefieren aparecer constreñidas ahí adentro de mi misterio. Porque escribir también puede ser a veces un misterio revelador, y un termómetro de dinámicas y de emociones. Cuando suena el teléfono, lo cojo para quedar bien o para desahogarme con los del márketing invasor. Pero son días que casi no me nace que me llamen.
Me quedo con la idea de la pereza en el escribir. Creo que no tengo las ganas de soñar de antes, y que bastará con que todo esto se haga menos severo, para poder ser yo ese ingenioso espadachín que no escribe bien pero que llega.
Es una pereza preocupada. Como si quisiera tapármelo todo y apagar la luz. Como si me hiciese cómplice de ese demoledor silencio que pudiera envolverme. Como si tuviera la osadía de contraatacar las cosas imposibles. Como si hubiese pasado algo demasiado raro como para poderlo identificar con dos brochazos simplones.
¡Ésto, pasará! ... Pues, ¡claro que pasará! Pero soy soldado ansioso al que le gustaría ganar bien pronto las guerras, y no esperar demasiadas órdenes de arriba. Es como si estuvieran censurados los enfants terribles, o como si mi iniciativa andara varada a una decepción. Como si las cosas fueran demasiado previsibles.
Los sueños parecen escondidos en cajas blindadas, y demorados con una lentitud excesiva. Me he acostumbrado a un modo de vivir que ahora no puedo desarrollar como antes. Voy contra mi naturalidad de José Vicente, ese que escribe. Y como decía antes, ésto se me pasará. Con poco, se me pasará ...
Es una tarde calcada a otras, de calor en invierno, y con muchas cosas extrañas a mi alrededor como los contagiados y los muertos. La película es monótona desde el minuto inicial. Pero mi obligación dentro de la obediencia y de la salud, es cambiar esa tendencia.
Me necesito a mí mismo en plenitud. Necesito la necesidad. Que el escribir me devuelve la sangre de mi vida, quererme más, tenerme la paciencia del montañero que no quiere coronar a pesar de estar a nada de la cumbre. Pero yo sé que volveré a la montaña. Al lugar feliz. Al encuentro grato y también inesperado. Y que la ciudad me tomará la temperatura y yo a élla.
-Y ENTONCES NOS DAREMOS UN ABRAZO.-
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